Hay una escena que se repite cada día en miles de rincones del país: una persona mayor, móvil en mano, tratando de entender por qué ... la aplicación del banco no abre, por qué el cajero ya no acepta su libreta o por qué en el centro de salud le dicen que «pida cita por Internet». No es una caricatura ni una excepción: es la realidad cotidiana de una generación que, después de levantar este país con su trabajo y sacrificio, se encuentra ahora con puertas digitales cerradas.
No es que no quieran aprender —muchos lo intentan con una valentía conmovedora—, es que nadie ha pensado en ellos al diseñar este nuevo mundo. La Administración pública, los bancos y muchas empresas de servicios se han apresurado a digitalizarlo todo, olvidando que no todos partimos del mismo punto. Se ha impuesto una barrera invisible que separa a quienes pueden 'navegar' de quienes quedan a la orilla, sin mapa ni ayuda.
Tomemos el ejemplo de Carmen, 78 años, viuda, que necesita cambiar la domiciliación de su pensión. En su banco ya no hay ventanilla de atención presencial más que dos horas a la semana. Le dicen que lo haga por la app. Carmen no tiene ordenador, su móvil es antiguo y, cuando intenta hacerlo, la aplicación se bloquea. Y si llama por teléfono, se encuentra al otro lado a un robot dándole opciones que no termina de entender, resultando imposible hablar con una persona. Al final, claudica y termina pidiendo ayuda a su nieta, que vive a 300 kilómetros. «Antes bastaba con ir y hablar con la chica del mostrador», suspira.
O el de Antonio, 82 años, que acudió al ayuntamiento porque quería actualizar el padrón. Allí le dijeron que debía «sacar cita 'on line'». El funcionario no podía atenderle sin ella, aunque lo tenía delante. Antonio se marchó sin entender cómo un trámite tan simple podía volverse tan complicado.
Estos ejemplos no hablan solo de tecnología, hablan de dignidad. Hablan de un sistema que, en nombre de la eficiencia y el ahorro de costes, ha decidido que la rapidez importa más que la empatía. Que la pantalla sustituye al rostro humano. Que quien no se adapta «queda fuera».
Pero los mayores no son el problema: el problema es el edadismo que los infantiliza y los excluye. Se les etiqueta como «incapaces», cuando lo que falta no es capacidad, sino acompañamiento. ¿Por qué no existen más ventanillas presenciales, más líneas de atención real, más programas de formación adaptados? No se trata de ir contra el progreso, sino de hacerlo verdaderamente inclusivo. Porque detrás de cada clic fallido hay una historia de vida. Hay manos que trabajaron la tierra, criaron hijos, construyeron barrios, levantaron empresas. No merecen que la modernidad les dé la espalda. La tecnología puede ser una herramienta maravillosa, pero no debe convertirse en una frontera. Digitalizar no puede significar deshumanizar. Hacer un país más moderno también implica hacerlo más amable.
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