A los yonquis de Puigdemont la metadona ya no nos hace efecto. ¡Necesitamos fentanilo del bueno! La idea del mediador salvadoreño fue sublime y esas ... negociaciones en Ginebra tenían la atmósfera lluviosa y electrizante de las películas de espías. ¡Era un gozo ver a Santos Cerdán con su mochilita y sus probables gastos de representación aterrizando en un aeropuerto suizo! Más tarde, la repentina aparición y súbita desaparición de don Carles en Barcelona tuvo incluso su puntito David Copperfield y nos hizo abrigar esperanzas de nuevos giros surrealistas en la trama, pero llevamos unos meses aburridísimos. Pasados los primeros momentos de excitación patriótica, el exilio es un muermo y uno se cansa de saludar a los jubilados del Ampurdán que viajan en autobús a Bruselas. Ni siquiera las intervenciones parlamentarias de Miriam Nogueras látigo en mano tienen ya el encanto sadomasoquista de las primeras temporadas, cuando toda pornografía era posible.
Los seguidores de Puigdemont confiábamos en una nueva y definitiva vuelta de tuerca. Yo le hubiera concedido indulgencia plenaria y hasta la independencia inmediata a cambio de verle comparecer en Perpiñán con las joyas del Louvre en la mano, narrando teatralmente cómo a él y a su compinche Turull se les había ocurrido pillar una grúa y una radial para llevarse en una bolsa del Bonpreu las perlas de Napoleón mientras abajo, en la calle, Lluis Llach los esperaba en una furgoneta canturreando L'estaca. ¡Esa sí que hubiera sido una salida –quizá la única– a la altura del personaje! Enganchados a la épica, todo lo demás nos suena a filfa, a blablablá, a bostezo, a Oriol Junqueras oyendo misa de doce.
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