En un tiempo que parecía destinado a ser completamente digital, asistimos a un fenómeno inesperado: la recuperación de los oficios artesanos y de todo aquello ... que huele a madera, tinta, barro o hilo. No es un movimiento nostálgico ni una renuncia al progreso. Es, más bien, una forma de recordar que los jóvenes también somos manos, memoria y territorio, no solo pantallas.
Cada vez más jóvenes buscan aprender oficios que en los últimos tiempos parecían condenados al olvido. En ocasiones por un impulso romántico y en ocasiones por la oportunidad que presenta una demanda que se está quedando sin oferta. Profesiones o negocios que parece que intentan resurgir con naturalidad. Quizá porque, en un mundo donde todo se duplica con un clic, empieza a cobrar valor aquello que solo puede hacerse una vez, con tiempo, imperfección y cuidado.
Esta vuelta a lo local no es un rechazo a lo que nos ofrece el progreso. Compramos por internet, viajamos lejos, trabajamos conectados, pero también buscamos en el barrio el pan que sabe a infancia, la verdura de la huerta, una prenda única o el cuenco de cerámica con la huella de su creador. La globalización nos abrió puertas, pero ahora queremos saber de dónde venimos.
Llama la atención cómo también han cambiado los planes. Entre los más jóvenes, una tarde libre puede convertirse en una clase de cerámica, una sesión para pintar o un taller para hacerse una tote bag. Son actividades sencillas, casi primarias, que permiten desconectar de la pantalla y arraigarse de nuevo a la realidad. Una realidad que se ve, se toca, se huele y se siente, y que devuelve una sensación de presencia que lo digital no siempre logra ofrecer.
La vuelta de los vinilos o de las cámaras analógicas. Por todas partes se pueden detectar rendijas que dejan ver un deseo silencioso de raíz. De recuperar lo que parecía poca cosa. La tienda pequeña, el olor a cuero, la conversación con el propietario del local o la recomendación de primera mano del experto. No se trata de encerrarse en lo de siempre, sino de mirarlo con nuevos ojos.
También hay algo terapéutico en esta inclinación. Cuando la vida se acelera, el gesto manual obliga a bajar el ritmo. No hace falta dominar un arte para sentir su calma, sino que basta con observar cómo alguien transforma materia bruta en algo útil o bello. Hay un respeto renovado hacia esas manos que saben lo que muchos habíamos olvidado.
La vuelta a lo local es, en el fondo, un regreso a lo esencial, al trato cercano, a la belleza de lo simple. No es una moda pasajera, sino un recordatorio de que la innovación no está reñida con el arraigo. Podemos vivir conectados al mundo sin desconectarnos de quienes somos.
Quizá por eso, entre tanta novedad, empezamos a valorar aquello que parecía viejo. Porque en cada objeto hecho a mano, en cada oficio recuperado, se guarda algo más que técnica. Se guarda un hogar. Un recuerdo, Una forma de vida y una forma de entenderla.
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