En un programa de televisión sobre el glamur monegasco, un experto en casinos hablaba de la exigencia, para entrar al casino de Montecarlo, de llevar ... chaqueta y zapatos –él los llevaba con un chaleco brillante, que hubiera hecho muy buen papel en el concurso de disfraces de las fiestas de mi pueblo–. Llamó mi atención el hecho de exigir zapatos, pues hace años hubiese sido del todo innecesario, ya que todo el mundo llevaba zapatos: las zapatillas de deporte se usaban solamente para lo que su nombre indica, no como ahora que, en cualquier espectáculo que se precie o boda, tanto de paño pardillo como de campanillas, aparece algún traje de gala con zapatillas de colores –no voy a nombrar al Cristo y las pistolas porque, como dijo aquél: «¿Quién decide qué se puede llevar y qué no?»–.
En mi niñez de internado siempre debía de ir con los zapatos sucios, porque, cuando mis padres o mi tía me sacaban algún jueves a comer –los jueves no había clase por la tarde, aunque sí los sábados–, lo primero que hacían era llevarme al limpiabotas, que era un señor bajito que estaba en el Ibiza, se anunciaba diciendo «limpia, limpia...». Era habilísimo con cepillos y bayetas y dejaba los zapatos esplendorosamente brillantes. No sé si, hoy en día, los defensores de las nuevas tablas de la ley de la corrección política le dejarían trabajar, por ser un trabajo servil, como no dejan trabajar a enanos en espectáculos, pero yo sentía auténtica admiración por el limpiabotas del Ibiza.
El tema de los zapatos siempre ha sido mi punto débil y me da bastante pereza limpiarlos. Hubo una época en que me esmeré algo más, pero es que la causa lo merecía. En una reunión del grupo de teatro de mi juventud, varias chicas coincidieron en que lo primero que miraban en un chico era la limpieza de sus zapatos. Mi sorpresa, además de hacerme esconder los pies bajo la silla, me llevó a recordar a mi amiga Sarita, que era muy bella y no se fijaba en los zapatos, sino en los libros de Sartre o Marcuse. Siempre pensé que Sarita acabaría con un sesudo profesor de Filosofía, pero, lo que son las cosas y los vericuetos del amor, se casó con un joven, también muy guapo, relaciones públicas de una discoteca madrileña de moda.
Yo comencé a limpiarme los zapatos, pero pronto volví a las andadas. Hubo un seleccionador nacional de fútbol, al que apodaban Zapatones, que siempre los llevaba muy limpios. Mi tío abuelo Julián, que era hombre de posibles, llevaba los zapatos rotos, sacando los dedos por la puntera. Una vez que se lo recriminé, me llevó a su casa, abrió un armario, en el que relucían tres pares de zapatos, y me dijo: «Mira, sin estrenar». Cada uno que lo interprete como quiera.
Yo me voy a pasear por la Gran Vía con zapatillas de deporte. Y ya saben: «Zapatero a tus zapatos».
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