Hace unos días me dispuse a ver en TVE 'El otro lado de la cama', por si acaso me había perdido una joya de nuestro ... celuloide. Tras una tediosa presentación y casi sin más prolegómenos, apareció Natalia Verbeke luciendo documentación pilosa (cosas de la moda de antaño). Y tras ella Paz Vega enseñando las domingas. Así que tras soportar con incredulidad los primeros compases de la trama, su inconsistencia narrativa y algún que otro revolcón escasamente motivador –a los que se añadieron números musicales muy mejorables–, desistí y me cambié a un canal de pago para seguir con la serie documental sobre los diarios de Andy Warhol, que desde luego no narraba un ambiente puritano, sino el desmadre de los ochenta del siglo XX, en Nueva York, que arrastró hacia el contagio y la proliferación de la plaga del sida. Por tanto nada de melindres sobre lo que pasé a ver, que aun con escenas explícitas, todo discurría por la descripción fidedigna del desenfreno de aquel tiempo, contado con imágenes reales de los míticos Estudio 54 y The Factory: desnudos masculinos y magreos sin ambages, pero con la suficiente calidad narrativa para exponer aquel ambiente sin adoctrinamientos.
Recuerdo, de nuestra transición, la anécdota de Tierno Galván y Susana Estrada cuando esta le enseñó una teta, –ménade provocadora de aquella mirada acuosa del viejo profesor–, y ya entonces se pudo contrastar que años antes Rita Hayworth, en 'Gilda', con solo despojarse de un guante generaba la tormenta de un cálido estriptis cargado de erotismo. O que las sombras sobre una pared de un acto carnal en 'Arroz Amargo', con Silvana Mangano, inducía a más deseo que los explícitos desnudos «porque los exige el guion» de nuestra cinematografía y su incapacidad, en demasiados casos, de algo que no sea un celuloide libidinoso con pretensiones engañosamente intelectuales.
Ahora, y abundando en lo del desnudo integral, resulta que ese genuino ejemplar de político a la española llamado Kichi, alcalde de esa maravilla que es Cádiz (a la que desmerece), en otro vano espejismo de modernidad, –a estos alumbrados del progresismo más casposo les debe parecer liberalizador– va a permitir el nudismo en su playas. Nudismo que, espero, no sea el suyo por el bien de nuestra salud mental.
Tengo comprobado que solo algunas beldades con su grácil juventud, así como algún que otro culturista que luce palmito de musculatura a golpe de gimnasio, se salvan del escarnio que comporta exhibir el cuerpo en cualquier playa. Lo más común es un desfile de gorduras, carnes flácidas y alicaídas, cuando no avejentadas, que por simple estética es mejor cubrir de las miradas. Y proteger del sol porque, como los dermatólogos nos aconsejan, hay que cuidar la piel. Y no digamos a los que poseemos un lampiño melón como una pista de aterrizaje con ralo follaje periférico, algo menos extremo que el de la mujer del oscarizado Will Smith, agraviada por las chanzas de un graciosillo patoso que escenificó la mediocridad que también anida en Hollywood.
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