Necesitamos los huevos
La figurilla sobrevivió a varias mudanzas. Era horrorosa, esa clase de perversidad estética cuya presencia en una casa solo pueden justificar un bingo de madrugada ... en la tómbola o el regalo de bodas de la tía abuela Pepita. Se fue salvando gracias a esa discreción en las parejas que aconseja no inmiscuirse demasiado en las zonas de sombra del cónyuge, y es que además la muy cabrona era indestructible. No le afectaban los embalajes apresurados, era inmune a ese errático concepto de la coordinación muscular que arruinó mi vocación de extremo derecho y buena parte de la decoración en todos aquellos pisos angostos. Como una mísera zarigüeya, se hacía la muerta en cualquier rincón, y así aguantó años, hasta el día en que una simple conversación reveló su origen desconocido y acabó junto al contenedor de la calle. Donde a la mañana siguiente ya no estaba, y menos mal. Cuento esto porque tengo la sensación de que mis artículos son la figurilla de este periódico. Las cosas más duraderas que tenemos a nuestro alrededor son invisibles, y en general lo de hacerme el muerto no me ocasiona ningún pudor. Habrá quien piense que eso de que nunca me entero de nada es un chiste, y no. No me entero de nada. Literal. Me siento un quintacolumnista del encefalograma plano entre tantos iluminados por la luz de la verdad revelada. Fan total y hermano de sangre del juez Puente, ese señor que ha confesado su estupor en un auto. Los cataclismos de la actualidad me generan cinco minutos de indignación sobreactuada, y después un permanente estado de estupefacción idiota y boquiabierta. Para qué les voy a mentir, no tengo ni media opinión que valga la pena sobre Gaza, de Trump haría memes que un niño de diez años despacharía por pueriles, y quizás estemos al borde una dictadura bolivariana o de que Franco salga de su cripta, pero yo solo pienso que se ha muerto Diane Keaton y de repente el mundo es más gris. No nos acordábamos de ella, como no nos acordamos de todas esas ex que nos revelaron a cambio de nada el secreto de que la belleza efímera sería de lo poco que nos duraría para siempre. Annie Hall nos regaló a los cenizos la esperanza de que todo esto, contra todo pronóstico, igual merecía la pena. Con su Fedora traído del rodaje de «El Padrino», el chaleco, los pantalones anchos y la corbata de la abuela Hall. Annie nos llamaba a las tres de la madrugada para que fuéramos a su casa a deshacernos de una araña gorda y peluda que se arrastraba por el baño. ¿Quién habrá ahora que nos crea capaces de las mayores heroicidades a las tres de la mañana? La vida es ese accidente absurdo y maravilloso que Alvie Singer se encargó de resumir: «-Doctor, mi hermano cree que es una gallina. -Intérnelo, entonces. -Créame que lo haría, pero necesito los huevos» Las relaciones son locas e irracionales, pero seguiremos manteniéndolas porque necesitamos los huevos. Quizás estos artículos equivalgan a esa figurilla zarigüeya, pero quién sabe si alguien con ellos no envuelve el bocadillo de tortilla de la excursión dominguera.
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