«Me miré al espejo y pensé: ¿Dónde estás? ¿Quién eres? No me reconocía»
Daniela, víctima de violencia de género y discapacitada, ha recuperado su autoestima gracias a Mujeres ON-VG en La Rioja, un proyecto de la Fundación Once
A Daniela –es un nombre ficticio– el día a día le fue envolviendo como una cobra al cuello sin que se diera cuenta. Como una ... de esas larvas migratorias casi imperceptibles que se cuelan bajo la piel arramplando con todo a su paso. A sus 49 años su trayectoria es larga y salpicada de demasiados sinsabores. Dos bodas, una epilepsia que le arrebata la vida por instantes y un rosario de malos tratos psicológicos que le condenaron a permanecer en el limbo de las personas perdidas.
El primero de sus dos matrimonios le duró un suspiro, lo que tardó en darse cuenta y reaccionar ante un hombre que durante los siete años de noviazgo le ocultó su ludopatía. Años de mentiras fueron suficientes para que lograra la nulidad del Tribunal Eclesiástico.Para entonces la enfermedad, que se manifestó tardía, con 27 años, ya había aparecido.
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De aquella relación salió escaldada y durante dos años disfrutó de su soltería «como nunca», recuerda. Pero en el camino se le cruzó él, el padre de su única hija. Era un hombre galante, una especie de encantador de serpientes que trabajaba como funcionario. «Era el príncipe azul que realmente no existe, como tampoco existen las princesas», cuenta Daniela.«Me pidió que me casara con él, le dije que no. Él entendía mi postura, pero decía que tenía que entender la suya, que quería tener una fiesta. Realmente no me apetecía un carajo, pero al final me dejé llevar».
Aparentemente todo iba bien, pero conforme avanzaba la convivencia él le iba ganando terreno sin que ella se percatara: conduces fatal, le das con la rueda en el bordillo, para qué friegas si estás rompiendo más de la mitad de la vajilla... Eran frases recurrentes que iban haciendo mella en ella.
Recuerda el día que se puso de parto. Era un viernes a las 19.00 horas y no dio a luz hasta el sábado a las 10.30. En ningún momento él le dio la mano «sólo quería ver cómo nacía. A mí me daba la mano una auxiliar que me secaba el sudor. En ese momento tenía fiebre y a él le daba igual». Tampoco se quedó junto a ella ninguna de las noches que estuvo ingresada, «me dijo que no iba a dormir en un puto sillón y que se iba a casa» y mucho menos le curó los puntos postparto.
«Yo agachaba la cabeza y hacía lo que él me decía porque pensaba que el inteligente era él»
A los cuatro días de nacer la pequeña el regresó a Nigeria, en ese momento estaba destinado en la embajada del país africano. Era enero y no regresó hasta el verano. Salvo de la alimentación, no se hacía cargo de ningún otro gasto, ni le ayudaba con la hipoteca (el piso era propiedad de ella, él tenía otro en su tierra natal y dos Mercedes) ni los impuestos ni los suministros... «Así que cuando salíamos, él era el que tenía siempre dinero y yo nunca». «En mi subconsciente lo tenía endiosado, pensaba que era muy inteligente».
En la habitación eran el matrimonio, el ordenador, el móvil y la televisión. Demasiados en una sola estancia para crear un ambiente íntimo. Él le echaba en cara que rara vez quería tener relaciones. «Claro, si llegaba cansada a casa de trabajar, seguía trabajando en casa y el ambiente no era muy favorecedor...».
Daniela acabó mudándose de dormitorio, no porque él la echara directamente, pero sí de forma ladina. «Que si me escuchaba en la ducha, mis pisadas, le molestaba incluso el ruido del grifo. Pensé: tal vez no me oigo y soy realmente ruidosa». Acabaron durmiendo cada uno en una habitación y la hija en otra.
En una ocasión, ella estaba en la cocina, notó que iba a tener un episodio, siempre lo percibía, aunque desconocía la intensidad, y se sentó para evitar males mayores. Aún así, en pleno ataque, se golpeó la cara de forma violenta contra la pared. A consecuencia del golpe, la mitad del rostro se le quedó negra. Él no hizo nada, salvo decirle que tenía que quizá le convendría ir al San Pedro. Al final la llevó, pero lo único que le preocupó es que en urgencias habían activado el protocolo de malos tratos porque tenía la cara morada. Llamó a sus suegros para que intercedieran por él.
Daniela recuerda especialmente una mañana, por entonces trabajaba de tarde en unos grandes almacenes. Estaba agotada, se miró al espejo y pensó: «¿Dónde estás? ¿Quién eres? No me reconocía. En ese instante es cuando empecé a darle vueltas, a pensar que debía encontrar mi lugar».
El desencadenante llegó poco después de ver reflejada la realidad en el espejo. Era por la tarde y ella ordenaba sus papeles y los de él en el salón. Él se acercó y le dijo: «'Ya sé por qué has salido de la habitación y del baño'. Le contesté: 'A ver, no me lo dijiste, pero me invitaste'. 'No, es que lo que no querías era limpiarlo porque veo que sigues limpiando toda la casa, excepto el dormitorio y el baño'. 'Entiendo que si tú lo disfrutas, tú lo tienes que limpiar'. 'Te tenía que haber aleccionado antes', me respondió él». «Cogí mis papeles, no levanté la voz ni nada y le dije: 'Hasta aquí hemos llegado'». «Se quedó blanco e intentó quitar hierro al asunto». «Que si era una forma de hablar... En fin, yo nunca había oído esa forma de hablar, ni a mi familia ni a mi entorno ni a mis amistades ni a nadie». Fue la gota que colmó un vaso a rebosar porque para entonces ya estaba anulada por completo: «Tus amigos son tontos, dónde vas con esa ropa, ponte tacones, suéltate el pelo, no vales para nada...», le decía. «Yo agachaba la cabeza y hacía lo que él me decía porque pensaba que el inteligente era él».
Hace siete años que se divorció, él nunca pidió la custodia compartida de la pequeña, presentó una nómina y ocultó los ingresos extra que había percibido trabajando hasta en dos embajadas durante años, unos 9.000 euros al mes.Pese a todo, su vida, aunque aún colean algunos pleitos con su ex, ha dado un giro de 180 grados. En 2020, con la pandemia, cerró la empresa en la que trabajaba y se quedó en el paro. Le hablaron de Inserta Empleo, una entidad de la Fundación ONCE que se dedica a la intermediación laboral para personas con discapacidad y allí contactó con Arantxa Alonso, responsable de la oficina. Ella fue quien le abrió los ojos, le habló del programa Mujeres ON Violencia de Género y allí lleva tres años. «Arantxa me hizo ver que no tiene por qué haber una agresión física, él me estaba empequeñeciendo, me hacía sentirme mal, que no era ni buena madre ni buena trabajadora y que no servía para nada».
A través de Inserta y del programa específico para mujeres víctimas de violencia de género ha logrado ya tres empleos y ahora está a la espera de un estudio al que se tiene que someter en el hospital de Cruces tras sufrir recientemente unos episodios de epilepsia que le obligaron a abandonar su puesto de trabajo en una fábrica.
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