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A las tres menos cinco de la tarde, la estación de trenes de Logroño presenta un aspecto casi normal. Gente esperando con sus maletones, tipos que se pasean arriba y abajo, mochileros. En el cartel luminoso se anuncia la próxima salida del Regional Exprés con destino a Zaragoza e incluso la megafonía lo anuncia. Unos pocos viajeros, al oír el aviso, dan un respingo y se dirigen al guardia de seguridad que está junto a la puertas acristaladas. El interpelado alza la vista y hace un gesto de resignación: «No hagan caso».
Ni sale ese Regional Exprés ni ha llegado el tren de Barcelona. Nadie se ha preocupado de desconectar la megafonía ni el panel luminoso, que debe de funcionar con un generador independiente, pero los viajeros conocen de sobra lo que ha pasado. A la entrada de la estación, el reloj se ha quedado parado a las doce y treinta y tres. «Igual tiene algo que ver el Putin», se malicia una señora. Cuatro jóvenes están con sus maletas en la estación. Van a Barcelona y tienen billete para el tren que sale a las cinco. «No nos han dicho nada, pero no sé si saldremos. ¡Igual no llegamos ni mañana». Han intentado alquilar un coche, pero la oficina no da servicio.
En el departamento de venta de billetes, dos trabajadores de Adif atienden a los viajeros. Ponen cara de resignación. En realidad no saben nada. «La gente se piensa que los trenes pueden ir sin luz», suspira uno de ellos. Los trenes se han quedado parados allá donde les ha pillado el apagón. El que tenía que llegar de Barcelona se supone que andará detenido a la altura de Alcanadre. «Una cosa es que se recupere la luz y otra que se restablezca la circulación con normalidad. Eso va a costar», dicen.
En el vestíbulo, junto a unas mochilas de buen tamaño, seis estadounidenses tratan de buscar una alternativa. «Los autobuses funcionan», advierte alguien. Cruzan la calle y se dirigen a la estación. Preguntan, se mueven, se sientan en los sillones metálicos, se levantan, abren una bolsa de patatas fritas, miran el móvil, se asoman a las dársenas, localizan el autobús que va hacia Bilbao. Con un español pundonoroso, logran entenderse con la revisora. Compran el billete.
Dos matrimonios gaditanos que habían pasado la noche en Logroño querían seguir viaje hacia Miranda para luego coger el ferrocarril de Vitoria. «¡Tenemos ya los hoteles cogidos para dos noches y no sabemos qué hacer!», exclama Pepe, uno de ellos. También van a probar suerte con los autobuses.
Un poco más allá, Claudia se lo toma con filosofía. Es de Logroño, estudia Bellas Artes en Salamanca, y debía coger el tren de Miranda para luego hacer trasbordo. «Igual no voy a clase mañana», se resigna. A su lado, José Luis, vecino de Bilbao, aguanta la espera con una paciencia franciscana: «Había venido a pasar cuatro días en Logroño en casa de un amigo y justo en el día de la macha pasa esto... Si puedo ir, tendré que quedarme un día más». Más lejos va Sonia, de Santiago de Compostela, que quería regresar a su casa. También iba a coger el tren a Miranda. Incluso lo había intentado infructuosamente en la estación de autobuses: «Al tener todas las pantallas apagadas no me han podido decir nada», se encoge de hombros. «Mañana no sé si llegaré a trabajar; en fin, que la espera sea lo peor», dice.
Mientras tanto, algunos autobuses van saliendo. Hacia las tres de la tarde, parten los Alsa hacia Madrid, la Estellesa con dirección a Pamplona y el BilmánBus que va a Bilbao. Un muchacho, asomado a las dársenas, ve cómo entran y salen. Está hablando por el móvil. Se le oye decir, como asombrado: «Veo policías, bomberos..., siento miedo, bro».
A las seis de la tarde ya se sabe que no saldrán trenes de media y de larga distancia en toda la jornada. En el vestíbulo de la estación queda muy poca gente. Alguien ha apagado el panel luminoso. Ya no suena la megafonía. El reloj exterior, ahora sí, marca la hora exacta.
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