La enfermedad que borra la sonrisa
En el día internacional de la distrofia facioescapulohumeral, Anabel y Concha reclaman más atención para una patología rara que empieza robándote las fuerzas
La de Anabel y Concha es una historia de lucha y superación, una especie de ensayo error diario que les convierte en heroínas. Las dos ... sufren una enfermedad rara de nombre casi impronunciable: distrofia muscular facioescapulohumeral. Una patología genética degenerativa que, por lo general, acaba condenando a una silla de ruedas a quien la padece. Antes habrá afectado a los omoplatos, a la parte superior del brazo y a los músculos de la cara hasta que consigue, no siempre, borrar la sonrisa. El rostro es incapaz de mostrar lo que esa persona siente. Precisamente por eso, la organización de pacientes FSHD, presidida por la riojana Ana Isabel Álvarez Barbastro celebra hoy el día internacional de la enfermedad bajo el lema 'Salva nuestra sonrisa'.
Una jornada especialmente reivindicativa en la que los afectados, no llegan a la veintena en La Rioja, han puesto toda la carne en el asador. Este año más de 170 municipios de toda España, entre ellos Cenicero, Nájera y Rincón de Soto, se iluminarán de naranja para visibilizar la enfermedad. Todo ello es fruto de una campaña de difusión sin precedentes.
La historia de la vida de Anabel Álvarez está prácticamente libre de la enfermedad hasta los 15 años. Empezó a jugar en serio a baloncesto y el sobresfuerzo «me dejaba baldada, quería meterme a la cama sin cenar ni nada, estaba muerta». En el cole era campeona de salto de altura y en el instituto llegó un momento en el que sentía que «hacía el ridículo porque saltaba y me daba con la rodilla en la cabeza». Ese instante, cuenta, lo tiene grabado a fuego porque «fue una humillación», sobre todo porque para entonces asegura que ya sufría bullying.
Luego empezaría el dolor en el hombro. Su madre ya estaba diagnosticada, y el neurólogo que la vio le dijo «tienes lo mismo que tu madre, no te preocupes esto va lento, vas a acabar en una silla de rueda, no te cases y no tengas hijos». Anabel, que ahora tiene 54 años, no quería reconocer la realidad pero en el fondo sabía que algo ocurría. De hecho, «en mi vida he silbado, lo he intentado de todas las maneras, y eso es porque la enfermedad estaba ahí».
Siguió esquivando a los neurólogos durante años hasta que dio con la doctora Marzo. Le hicieron una analítica, la enviaron a París –por entonces sólo ahí analizaba las muestras–, se perdió y más tarde se la repitieron en San Sebastián. Se confirmaba el pronóstico.
¿Cómo puedes ayudar?
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Cortar un gajo de naranja
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Colocarlo en tu boca como una gran sonrisa
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Después trabajó durante años como enfermera, mientras, los síntomas se agravaban poco a poco. En abril de 2024 se resbaló con un gajo de mandarina y se cayó en la calle. Se rompió el fémur, el peroné y el codo izquierdo. El déficit propio de la FSHD agravó la osteoporosis propia de la menopausia. Y un mal control por parte del sistema sanitario le condenó a ser dependiente total, «no podía hacer nada». El día de la caída, en Urgencias «me querían poner una escayola hasta la ingle, me negué porque sabía que no era la solución. En el informe ponía que me negaba a la inmovilización. No, me niego a que me jodan la vida. Me mandaron a casa en un taxi con la pierna rota colgando y con la receta para que mi marido cogiera un férula». No sin problemas, consiguió empezar la rehabilitación y a día de hoy ha recuperado cierta autonomía gracias a una silla que se eleva y que se ha comprado de su bolsillo.
En la actualidad, lo que más reclama es asistencia personal y accesibilidad «de verdad». «En Logroño todo el rato recibes golpes de los bordillos, tampoco puedes ir a los baños, porque no entras con la silla. También, dice, tendría que haber una grúa en las instalaciones deportivas y que nos hagan más caso con una rehabilitación que «nos niegan porque somos crónicos, no recuperables y por tanto caros».
Concha García Pascual, a sus 59 años, es otra de las pocas personas que sufren FSHD en La Rioja. Su historia y evolución es parecida a la de Anabel, aunque en su caso gran parte de la familia la padece. La enfermedad en su entorno estaba normalizada hasta tal punto que su madre, también afectada, podía ir sola con el carro a comprar a la plaza, pero volver era demasiado esfuerzo. Entonces, se organizaba de tal manera que calculaba la media hora del recreo de Concha, de 11.00 a 11:30 horas, para que la hija se acercase a la plaza del Corregidor, por lo general al puesto de la charcutería, para que luego la acompañara a casa con las bolsas de la compra y volviera a clase. Sus compañeros, que habían visto a la progenitora «me decían que ella andaba raro, pero yo lo tenía tan interiorizado que para mí era normal».
En 2008, con 42 años, se lo diagnosticaron. Para entonces había tenido varios episodios sospechosos. Al ir a coger el autobús se cayó una vez, luego otra y «dije: esto no es normal». Hasta 2014 pudo hacer vida relativamente normal. Ese año se cogió la primera baja. Sentía un agotamiento extremo. Trabajaba con guardias en la Fiscalía de Menores, primero como trabajadora social en Zaragoza y luego como educadora en Logroño. Pero poco a poco empezó el declive. Intentó que le concedieran un trabajo más administrativo porque «no me importaba cambiar de categoría, yo lo que quería era seguir trabajando». El 29 de mayo de 2019 se cayó, el cuerpo le fallaba, cogió las muletas y ya no las ha dejado. Siguió peleando para que le reconocieran una incapacidad, incluso participó sin éxito en el ensayo de un tratamiento en Barcelona.
En septiembre de 2020 le concedieron la jubilación al 100%, pero seguían sin la discapacidad. Aquello fue una lucha. Un día, por error, cuenta que mandó los informes contradictorios de su enfermedad, por un lado de lo que tenía y por otro de la valoración que hacían de ella, a Pablo, se esquivó en los apellidos y puso Rubio. Pablo Rubio era entonces el consejero de Servicios Sociales y además abogado. «Automáticamente pidió que me valorasen la dependencia». Poco después, con los mismos informes le reconocieron una incapacidad del 66%. Aquello supuso un cambio en su vida, incluso por la tarjeta para poder aparcar en los sitios reservados a personas con movilidad.
Una de las mayores trabas que encuentra en su día a día es la accesibilidad. Vive sola y de momento se las apaña sin problema. Lleva una vida prácticamente autónoma, con el apoyo de su familia. De hecho, trabaja de voluntaria en el centro de escucha, acompañando a personas que están pasando por un duelo. También, dice con orgullo, ha retomado la independencia de viajar sola.
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