El legado del liberalismo progresista
«En su desempeño político perseveró para consolidar avances, como la libertad de prensa, el derecho de asociación o el sufragio universal masculino»
José Luis Ollero
Historiador
Viernes, 18 de julio 2025
Todo empezó en Torrecilla en Cameros y fue por motivos políticos. Su padre, Clemente Mateo-Sagasta, había destacado como miliciano nacional (ciudadanos con acceso a ... las armas en defensa del liberalismo) e inquebrantable defensor de la Constitución de 1812; su madre, Esperanza Escolar, había sido pionera en la significación política de las mujeres al encabezar años atrás, en 1822, un manifiesto reivindicativo dirigido al rey Fernando VII, el de las llamadas 'liberalas riojanas'. Cuando el recién nacido Práxedes vio la luz el 21 de julio de 1825 (hace ahora 200 años), los progenitores llevaban ya un tiempo refugiados en el pueblo natal de ella a causa de la vigilancia y represión sufridas por su activa militancia política. Aquel contexto familiar resultaba excepcional en una España, la de 1825, que aún pertenecía a la vieja estirpe de las monarquías absolutas en la que las estrechuras políticas y sociales seguían dificultando la germinación del también balbuceante liberalismo. No estaba reconocida la participación política ni se garantizaba la libertad de expresión y las rígidas ataduras legales constreñían las actividades comerciales e industriales. Estas conquistas así como las ansias de progreso material marcaron la impronta de aquel primer liberalismo en el que Sagasta creció y desde el que orientó su devenir.
La ingeniería de caminos y la política fueron sus principales actividades profesionales y, al mismo tiempo, sus dos grandes pasiones. Cuando llegó destinado a Zamora no había allí una sola legua de carretera construida. Participó a pie de obra en los trabajos preparatorios para la implantación de la novedosa red de caminos de hierro que vertebró las comunicaciones y el mercado nacional a partir de 1855. Pero pronto comprendió que eran otros mapas e itinerarios los que merecían la energía que ya había sabido desplegar como ingeniero. Su carrera política, siempre en los moldes del liberalismo de orientación progresista, resultó, al decir de Azorín, «todo un compendio de vida palpitante». Su activismo de oposición al moderantismo le acercó a la redacción del diario La Iberia, que llegó a dirigir entre 1863 y 1866, y le llevó al exilio parisino de Saint Denis. Pudo regresar como protagonista de la Revolución de 1868 para alcanzar entonces las altas responsabilidades de gobierno en sucesivas y variadas formulaciones (Monarquía Democrática de Amadeo de Saboya, República conservadora de 1874 y Restauración borbónica).
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De ahí que su protagonismo alcanzase mucho más que el cliché más repetido, que le ubica en exclusiva como el complemento subordinado a Cánovas para asentar una alternancia bipartidista. En su desempeño político perseveró para consolidar avances, como la libertad de prensa, el derecho de asociación o el sufragio universal masculino. Pero, al mismo tiempo, fracasó en otros cometidos, como la extirpación del endémico manejo del Ejecutivo en los procesos electorales o la política colonial en las Antillas, desde la que no supo o no pudo evitar el Desastre de 1898 frente a los EE UU.
La trayectoria de Sagasta resultó ser toda una demostración de equilibrismo político, al tratar de concertar el Himno de Riego con la Marcha Real, como apuntó Benito Pérez Galdós. Se ufanaba en proclamar que caería siempre «del lado de la libertad», aunque lo hacía desde la tranquilidad de saberse respaldado por la vigencia del orden. Su amplio recorrido político encuentra un paralelismo visual en el tránsito desde la llegada de la fotografía hasta la irrupción del cine. Entre aquel daguerrotipo que se hizo hacia 1845 ese joven estudiante en Madrid en algún establecimiento de la Plaza Mayor y los fotogramas de la película que el operador francés Léo Lefebvre rodó en mayo de 1902 en la capital con motivo de la coronación del rey Alfonso XIII, Sagasta fue protagonista de los principales cambios y reformas de la España del XIX. Asistió tanto al reconocimiento de la respetabilidad del individuo fotografiado como a la consideración de las masas agolpándose en las calles que reflejaban las primeras grabaciones cinematográficas. Nuevos retos (democratización real y secularización, igualdad y protección social, nacionalismos periféricos) que exigían diferentes respuestas.
A finales de aquel año, al abandonar las responsabilidades de gobierno, nos dejaba, manuscrito, su último balance político en el que se enorgullecía del «espléndido legado del siglo XIX» pero nos advertía con lucidez de las cuestiones sin resolver, los «pavorosos problemas sociales de cuya difícil solución depende la suerte del siglo XX». Y, añadiríamos nosotros, la del siglo XXI. La mirada que podemos proyectar hoy sobre Sagasta debería abarcar tanto los innegables avances constatados como los inquietantes desafíos que dejó pendientes.
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