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Hombre y político

Sagasta, historia de un equilibrista

Doscientos años después de su nacimiento en Torrecilla en Cameros, Práxedes Mateo-Sagasta, el político riojano más relevante, protagonista de la segunda mitad del siglo XIX con una inigualable trayectoria de revolucionario a estadista, representa el liberalismo progresista que modernizó España y contribuyó a sentar las bases de nuestro tiempo

J. Sainz

Logroño

Viernes, 18 de julio 2025

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El político que concertó las notas chillonas del Himno de Riego con la grave salmodia de la Marcha Real». Ese era Sagasta: el liberal y el monárquico, el revolucionario y el defensor del orden, el progresista y el cacique. Un hombre, un 'Jano' no con dos caras, sino con decenas de máscaras. Y, sin embargo, un hombre cabal. Esa breve pero certera descripción, apenas una pincelada de Pérez Galdós en uno de sus 'Episodios nacionales', encierra mucho significado: el riojano fue, sin discusión, protagonista de una etapa vital de la historia de España, la segunda mitad del siglo XIX. Y por igual zigzagueante. Encarnó como nadie la agitada experiencia del liberalismo progresista en nuestro país y contribuyó, no sin críticas, a la consolidación de las libertades individuales y del parlamentarismo constitucional a través de un proyecto modernizador en lo económico y en lo político. «Esa melodía –sostiene el historiador José Luis Ollero en sintonía con la metáfora galdosiana– está en la base del modelo político y la convivencia democrática actual». Es decir, Sagasta también es hoy.

En el bicentenario del torrecillano, sin duda el político más relevante que ha dado esta región a lo largo de la historia moderna e indisimulado benefactor de su tierra natal desde las esferas de poder que manejó el hasta siete veces presidente del Gobierno, Diario LA RIOJA quiere contribuir a difundir un mejor conocimiento de su figura y su obra, pues, hasta no hace demasiado tiempo, se ha limitado su papel al de «útil escudero» del conservador Antonio Cánovas en la consolidación del régimen de la Restauración borbónica. Y, si bienes cierto que aquel ambiguo parlamentarismo liberal ha sido a menudo identificado con un Sagasta «oportunista, carente de escrúpulos, maniobrero y apegado al poder», en justicia –y sin por ello pecar de enaltecimiento localista– hay que recordar también su papel decisivo en el afianzamiento del Estado liberal y en la progresiva conquista de los derechos y libertades individuales.

No solo la trayectoria pública del personaje corre estrechamente unida a una época tan cambiante, un siglo marcado por la pugna entre los intentos de transformación y progreso social y la férrea resistencia del conservadurismo privilegiado y nostálgico del Antiguo Régimen, un siglo y una pugna determinantes en el siglo siguiente y en las siguientes contiendas por la libertad en España,también su peripecia vital está condicionada desde el momento de su nacimiento y sus circunstancias. Conozcamos, pues, al hombre para conocer mejor el tiempo en que vivió y el tiempo en que vivimos.

Si se piensa que Sagasta fue alguien eminentemente práctico, incluso pragmático en extremo, cabe considerar que acaso lo fuera por imperativo del destino: lo llevaba en el nombre. No en vano nació un 21 de julio, tal día como hoy, festividad de santa Práxedes –una santa cristiana poco conocida, virgen romana, amiga de los apóstoles, que se dedicaba a bautizar y proteger a perseguidos, según la tradición católica, una mujer activa, funcional y emprendedora, como su propio nombre indica–. Nombre, pues, bien escogido también para nuestro hombre.

La cuna del pastor

Nuestro Práxedes, uno de los tres hijos de Clemente Mateo-Sagasta y Esperanza Escolar, vino al mundo ese 21 de julio de 1825 en la localidad riojana de Torrecilla en Cameros, el pueblo de ella, a treinta kilómetros de la capital, donde esta familia burguesa, muy significada con los liberales, señalada y perseguida por los conservadores, pero pudiente a fin de cuentas, se había refugiado en espera de tiempos mejores. En aquel Logroño de la época fernandina, para ellos el exilio era irse a la sierra.

Clemente y Esperanza, prósperos comerciantes logroñeses, eran políticamente muy activos, defensores ambos de aquel liberalismo progresista plasmado en el 1812 de las Cortes de Cádiz y de las nuevas vías de modernización del país: «Las libertades, los derechos individuales y la participación política, sí, pero también –como recuerda Ollero– la liberalización del comercio y las actividades económicas, la expansión de las obras públicas y la remoción de los obstáculos que frenaban el crecimiento material y el progreso».

Él había sido miliciano nacional durante el Trienio Constitucional (1820-1823) –el periodo inmediatamente posterior al reaccionario Sexenio Absolutista (1814-1820) del antes 'deseado' Fernando VII– y ella, junto con sus dos cuñadas, fue una de las ochenta y una 'señoras ciudadanas de Logroño' firmantes en 1822 de la célebre carta recriminatoria contra el monarca y sus intentonas reaccionarias. De modo que, al comienzo de la llamada Década Ominosa (1823-1833) del ya para la historia Borbón 'felón', la familia huyó a Cameros y allí fue donde nació el que muchos años después sería conocido en todo el país como 'el viejo pastor'.

«Sagasta moderó sus inclinaciones revolucionarias de juventud, admitiendo no solo la Constitución conservadora de Cánovas, sino también la manipulación sistemática de las elecciones para turnarse artificialmente en el Gobierno»

Tomás Fernández y Elena Tamaro

Biógrafos de Sagasta

Contexto histórico y herencia familiar forjan las raíces de un Sagasta que personificaría tres de las facetas del espíritu de su siglo: el liberalismo exaltado, el ímpetu romántico y el progreso. Con esa mentalidad eligió estudiar y titularse en la Escuela de Ingenieros de Caminos de Madrid y, profesionalmente, empezó ejerciendo una destacada actividad como tal en una España urgentemente necesitada de nuevas vías de comunicación. Destinado a Zamora, realizó allí proyectos de carreteras que enlazaban con Salamanca y Valladolid y tramos estratégicos hacia el puerto de Vigo. Además proyectó e inició la construcción del ferrocarril de Valladolid a Burgos, integrado en la línea del Norte, Madrid-Irún-Francia.

Por aquella época, hacia 1850, comenzó en esa ciudad una relación sentimental que marcaría una vida personal alejada de los caminos convencionales: su amor por la joven Ángela Vidal Herrera, casada con un viejo comandante de infantería, a quien ella abandonó para fugarse con el ingeniero. El escándalo obligó a la pareja adúltera a dejar pasar un tiempo antes de regresar a Zamora. Por fortuna, el marido no quiso vengar la afrenta ni anular el matrimonio y se dio en retirada. Los amantes, ajenos a las murmuraciones, constituyeron un hogar sólido, pero debieron esperar más de treinta años para legalizar su unión, casándose al mes de la muerte del militar. Tuvieron dos hijos: José (en 1851) y Esperanza (1875).

Animal político

España necesitaba kilómetros de carreteras, pero más necesitaba ganarle libertades al monopolio del poder que volvían a ostentar los moderados desde 1843, bajo el manipulable reinado de Isabel II. Así, el ingeniero vocacional pronto dejó paso al político por naturaleza, un terreno en el que Sagasta demostró ser un animal con extraordinaria capacidad de adaptación y supervivencia. En sus comienzos, como recuerda Ollero, luchó por «consolidar el Estado liberal y dotarlo de un desarrollo progresivo de los derechos y libertades individuales, así como de unas instituciones y estructuras de gobierno inspiradas en la versión más avanzada o progresista del liberalismo». Pero, aunque siempre fue fiel al liberalismo progresista, terminó decantándose por el orden monárquico y fue pieza fundamental para que el conservador Antonio Cánovas del Castillo afianzara la Restauración borbónica, turnándose ambos en el 'sistema centro' que definió aquel régimen. Cuando se le criticaba por sus 'equilibrios' para mantenerse en el poder o próximo a él y la prensa satírica se preguntaba de qué lado caería, el hábil Sagasta, famoso por sus dotes retóricas, respondía:siempre del lado de la libertad.

Desde joven Sagasta militó en el Partido Progresista, con el que participó en la Revolución de 1854. En Zamora fue nombrado presidente de la junta revolucionaria y salió elegido diputado en Cortes. Tras la breve experiencia progresista del bienio 1854-56, volvió a la oposición también como periodista de La Iberia. Fracasó en dos nuevas intentonas revolucionarias, pero al triunfar La Gloriosa en 1868, que destronó a Isabel II, pasó de agitador a estadista. Durante el Sexenio Revolucionario (1868-74) fue ministro, presidió el Gobierno y terminó convertido en uno de los grandes defensores del modelo de monarquía democrática con Amadeo de Saboya y en azote de los republicanos.

Ahí empezó su giro. Al escindirse el Partido Progresista, se puso al frente de los constitucionales, ante a los radicales. Fue el último jefe de gobierno del Sexenio, tumbada la I República con el pronunciamiento de Arsenio Martínez Campos, que restauró a los Borbones en la persona de Alfonso XII (1874). A partir de ese momento asumió el nuevo (viejo) marco político y trabajó durante el resto de su vida por reformarlo en el sentido más democrático y progresista que supo, pudo y le convino.

A partir de su Partido Constitucionalista buscó la unidad de los demás líderes liberales y progresistas no republicanos, que se unieron en el Partido Liberal Fusionista (1880) y luego en el definitivo Partido Liberal (1885), siempre con él mismo como jefe de filas. Desde entonces se turnó en el poder con Cánovas, presidiendo el Consejo de Ministros al inicio de la Regencia de María Cristina de Borbón y entronizando a Alfonso XIII como joven rey.

Hasta el desastre

Según los biógrafos Tomás Fernández y Elena Tamaro, «Sagasta moderó sus inclinaciones revolucionarias de juventud, admitiendo no solo la Constitución conservadora de Cánovas, sino también la manipulación sistemática de las elecciones para turnarse artificialmente en el Gobierno. Pero, al mismo tiempo, introdujo en el régimen innovaciones que le dieron credibilidad y flexibilidad suficientes para sobrevivir hasta 1923: repuso a los catedráticos expulsados de la universidad por sus ideas políticas, amplió la libertad de imprenta, estableció la libertad de asociación que permitió el desarrollo del sindicalismo, reguló el juicio por jurados y restableció definitivamente el sufragio universal».

El final fue decadente. Frecuentemente enfrentado con los militares reaccionarios y con los intereses inmovilistas de los plantadores cubanos, Sagasta no consiguió en las últimas colonias (Cuba, Puerto Rico y Filipinas) un régimen de autonomía que evitara la insurrección. Cuando estalló la rebelión, fue llamado de nuevo al gobierno y sufrió el peor tropiezo: al complicarse la situación con la intervención de los Estados Unidos en contra de España, aceptó ir a una guerra imposible de ganar para evitar una actitud entreguista que desacreditara al régimen y provocara otra revolución. Tuvo que asumir la derrota y la pérdida de las colonias (1898), así como las repercusiones morales, políticas y económicas que la crisis provocó en la metrópoli.

El 5 de enero de 1903, a los setenta y siete años, seis después de la muerte de su esposa, Sagasta murió en su domicilio de la Carrera de San Jerónimo a causa de una bronconeumonía. Fue enterrado con honores en el Panteón de Hombres Ilustres, en Madrid. El legado del viejo pastor camerano, maestro en hermanar libertad y orden, siempre comprometido con el progresismo pero responsable también de 'domesticar' el liberalismo, llega hasta nuestros días.

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