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Se han recibido algunas docenas de chirimoyas y aguacates en la Pastelería Suiza que se venderán con seguridad, advirtiéndose que son iguales a los que ... se crían en América». Así rezaba un anuncio del Diario de Avisos de Madrid, el 14 de noviembre de 1844. A quienes no olimos un aguacate hasta bien entrada la edad adulta nos puede parecer loquísimo que reinando Isabel II las tiendas madrileñas tuvieran este fruta a la venta, pero los aguacates crecían en Valencia en el siglo XVI.
Nacidos a partir de huesos traído de Indias, aquellos aguacateros valencianos prosperaron tímidamente en el clima mediterráneo. También lo hicieron en Alicante, Tarragona, Barcelona, Murcia, Málaga o Canarias, lugares desde los que se mandaron diferentes ejemplares a la Exposición General Agrícola de Madrid en 1857.
Atrás quedaban los tiempos en que no sabiendo qué era, los conquistadores decidieron llamar «pera» a aquella fruta mantecosa, o aquel momento en que el diccionario de la RAE incluyó por primera vez la palabra aguacate (1726) para definirla no como una planta o fruto, sino como el nombre de un tipo muy particular de esmeralda «de hechura redonda o prolongada». La Academia arregló aquel lapsus en 1770 admitiendo como acepción principal del término «fruta de Indias más grande que las mayores peras y de su misma figura [...] la carne de ella se come y es un poco amarilla, de la suavidad de la manteca y del sabor de nueces verdes».
Para entonces en España ya se sabía que «aguacate» era solo una de las varias maneras que había para referirse a un fruto que en Perú, Bolivia, Argentina o Chile se llamaba palta, mientras que en Venezuela y Colombia se denominaba cura. Quienes habían pasado un tiempo en América lo conocían bien, tanto como para haber llegado a apreciarlo e incluso echarlo desesperadamente de menos una vez de vuelta en Europa.
Los indianos lo plantaron aquí y allá, confiando en poder volver a incluirlo en su dieta o al menos en morirse a su sombra. Así lo hizo el malagueño José de Gálvez y Gallardo (1720-1787), marqués de Sonora y gobernador del Consejo de Indias, quien para recordar su etapa en México mandó cultivar aguacates, chirimoyos, papayos y pimienta de Tabasco en una huerta de su propiedad en Almayate (La Axarquía).
La misma nostalgia llevó al emigrante asturiano Ángel Sordo Pandal a traer desde tierras mexicanas varios esquejes de aguacate que plantó en su pueblo natal de Porrúa (concejo de Llanes): a la entrada del Museo Etnográfico del Oriente de Asturias crece desde 1906 un imponente aguacatero de más de 20 metros de altura.
Algunos de estos ejemplares daban fruto y otros no. Los aguacates tienen flores hermafroditas que se abren primero en fase femenina y luego en masculina, todas al mismo tiempo, y por lo tanto necesitan de la presencia cercana de algún ejemplar de otra variedad o cultivar que les pueda fecundar.
Un árbol aislado podrá crecer, medrar y florecer, pero nunca fructificar. Tampoco lo pueden hacer los que a pesar de constituir multitud sean injertos de un mismo cultivar (es decir, una variedad seleccionada por el hombre), porque florecerán al unísono y se quedarán para vestir santos.
Por si éstas no fueran suficientes dificultades, añadan que las variedades naturales que predominaban hace 200 años –la mexicana, la guatemalteca y la antillana– no aguantaban bien el frío ni sus frutos eran tan carnosos y agradables como los que conocemos ahora.
A principios del siglo XX se vendían en España aguacates de Cuba, Canarias y Guinea, muy escasos y a precio de oro. En 1902 un artículo de la revista Alrededor del mundo contaba que las familias ricas de Madrid se gastaban pequeñas fortunas en piñas, mangos «y una fruta que no muchos conocen, porque casi solo se come en grandes banquetes, que son los aguacates». Costaban entonces entre diez reales y un duro por unidad, un potosí que únicamente estaban dispuestos a pagar quienes querían presumir de exotismo culinario o quienes ansiaban viajar con el paladar a su añorada América.
Cincuenta años después aquel mismo público compuesto por acaudalados latinoamericanos e indianos nostálgicos era el que frecuentaba Casa Julián, una frutería de lujo ubicada en la madrileña calle Hortaleza. El régimen franquista había prohibido la importación de fruta fresca, verduras o plantas tropicales debido al riesgo de plagas u otros problemas fitopatológicos, así que los únicos aguacates posibles eran los que ofrecía la exigua producción canaria, de una variedad grande pero con carne insípida y blanducha.
Julián Díaz Robledo (Madrid, 1934), el hijo del propietario de Casa Julián, trajo por primera vez en avión aguacates de Tenerife y también quien estuvo detrás del primer proyecto de su cultivo comercial en la península, junto al horticultor guipuzcoano Luis Sarasola y al ingeniero agrónomo chileno-alemán Roger Magdahl. Los dos últimos llevaban desde 1954 sopesando la posibilidad de cultivar aguacates en la costa andaluza y habían comprado una finca de tres hectáreas en Almuñécar (Granada). Bautizada como 'Rancho California', fue el lugar en que alumbraron la primera cosecha de aguacate peninsular y seleccionado, que se vendió en 1960 a 120 pesetas el kilo. Había nacido, con permiso de la aceituna, el oro verde de Andalucía.
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