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En estos quince años

Santiago González

Jueves, 14 de septiembre 2017, 15:45

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Hace quince años, a la hora de la constitución de Vocento, yo era columnista de El Correo, donde escribía cinco columnas por semana. Recuerdo haber vivido la novedad con un grado de optimismo razonable, y hasta natural, en unos tiempos en que la expansión y crecimiento de los grupos periodísticos era noticia habitual, lejos todavía la amenaza de crisis que empezaría a materializarse a finales de aquella década.

Para explicar mi biografía periodística tendría que decir lo mismo que el gran J. Farrell MacDonald respondía en ‘Pasión de los fuertes’ a Doc Holliday, cuando este le preguntaba si se había enamorado alguna vez: “Yo siempre he sido camarero”. Me pareció una réplica impecable. De análogo modo, yo siempre ha sido columnista.

Ser columnista es ver la vida desde un sillón Voltaire, como diría Alfredo Bryce Echenique. El maestro Umbral le sacaba partido (y pecho) al tema con un argumento de cuya bondad no acabo de estar seguro, pero que resulta consolador en tiempos de incertidumbre: “Yo no doy nunca noticias. Extiendo rumores que es mucho más efectivo”.

Era evidentemente una boutade, pero tenía hechuras de adelanto profético. La informática hizo que los redactores colocaran directamente sus informaciones y artículos en los espacios asignados. Se prescindió de los correctores, en un alarde de confianza hacia la competencia sintáctica de los redactores. Luego vinieron la generalización de internet, los blogs y las redes sociales. Y en ese punto, este viejo, hermoso y necesario oficio empezó a confundir las noticias con los rumores y las opiniones; la gimnasia con la magnesia y a aceptar la idea de que cualquiera con un ordenador y acceso a internet podía hacer periodismo. Bastaba tener una convicción y una cuenta en Twitter.

Por otra parte, las empresas comenzaron a ofrecer sus contenidos en abierto, sin considerar que los consumidores no acostumbran a pagar por aquello que se les ofrece de manera gratuita. Lejos de defender sus posiciones, el periodismo se ha dejado influir, asumiendo problemas que no son específicos sino de la sociedad en general.

Hoy la dificultad mayor para que el tan invocado diálogo, bálsamo de fierabrás capaz de arreglar cualquier mal, es la falta de un lenguaje común y, por tanto, de un relato de los hechos que pueda ser compartido. No hablo de las valoraciones que merezcan, sino de los hechos, que han dejado de ser relevantes, hasta el punto de que los periódicos no sólo difieren en sus opiniones. También los hechos que relatan son distintos.

La contaminación se expresa con algunas obras maestras del relativismo contemporáneo. Por ejemplo: “Todas las opiniones son legítimas”. Todo francés llevaba en su mochila el bastón de mariscal en opinión de Napoleón y cada español lleva dentro un corazón opinador, un alma de tertuliano. España vive en estado de opinión, lo cual nos lleva a una inflación extraordinaria y, por tanto, a una banalidad inevitable. La información se ha dejado contaminar por la opinión y la opinión por la literatura. La crisis, la de los anunciantes, la de las ventas, encubre otra de carácter epistemológico y vocacional: se trata de saber cuál es la función del periodismo respecto a la realidad; vinimos aquí para contarla, no para dar testimonio de los sentimientos, sin duda muy legítimos, que nos suscita.

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