Hace algo más de tres años que comparto este espacio con quien tiene a bien leerme. En aquel momento dos latidos habitaban en mí y ... una versión antigua de mí misma comenzaba su andadura por estas líneas. La vida ha dado diferentes giros en este tiempo. Lo que parecía seguro ahora se posa ante mi como la duda más incierta de la vida. Las decisiones que tenía claras ahora no se reconocerían en mi nuevo rumbo. Los «y si» que nunca se cumplieron se burlan de los actuales. El miedo a lo que vendría me mira de lejos desde el sosiego que da el camino ya andado. Diferentes mujeres habitaban en mí, tantas como episodios tiene la serie de mi vida. Existieron protagonistas que terminaron siendo actores secundarios y figurantes que acabaron siendo claves en la trama. Nunca sabemos qué nos deparará la vida ni qué habría pasado si otras decisiones hubieran sido las tomadas. Y en esa incertidumbre mi maternidad se despliega con cada reto que me plantea.
Vino a finales de un verano especialmente caluroso y ajetreado. Tras unos minutos, que distaron de ser los mejores de mi vida, le posaron ante mí y comenzamos a reconocernos despacio. No había prisa, teníamos toda la vida por delante. Fue extraño. Nueve meses juntos, sin separarnos y, sin embargo, en ese mismo instante en que salió de mí tuvimos que volver a conocernos, a averiguar si nos gustábamos. Los sentidos más animales cogieron el lugar protagonista impregnándonos el uno de la otra y la otra del uno. Sobrevivíamos diariamente aceptando las imperfecciones mutuas y practicando la paciencia de no saber cómo acertar. Pasaron los días, las semanas, los meses... y la complicidad ocupó la atmósfera que nos rodeaba y nuestro vínculo se convirtió en miradas entre madre e hijo. Con cada una de sus conquistas el orgullo se ensanchaba en mi interior, con cada reto superado las sonrisas de júbilo eran mayores que las provocadas por mis propios éxitos. Porque ser madre es volver a la casilla de salida viviendo más intensamente cada momento ya que, en la balanza de la vida, conforme van pasando los años, terminamos aprendiendo lo que verdaderamente importa. Sin embargo, cada avance suponía –y supone–, también, una despedida ya que la maternidad es la aceptación de la despedida constante. Les acompañamos para que estén preparados para decirnos adiós. Les educamos para que no nos necesiten eternamente y con cada uno de sus logros nos alejamos de quien descansó en nuestro regazo y nos acercamos a esa persona que nos dirá adiós. Ellos crecen, el tiempo pasa y tenemos que ir adaptándonos a realidades que cambian demasiado deprisa y sin que nadie nos explique cómo hacerlo. Y hay veces que simplemente nos bloqueamos sin saber por dónde seguir, pero confiando en acertar.
Estas líneas las escribo el primer domingo de mayo mientras mi hijo duerme y mis pensamientos están compartidos entre él y mi madre. Con la marcha involuntaria materna pude aprender lo necesario para ser mi mejor versión, también como madre. Porque las madres nos siguen mostrando el camino aún sin estar. Si las suyas siguen cerca, párense un instante y recuerden que les educaron para que volasen. Sigan su ruta, pero... ¡Qué bonito y sencillo es relatarle a una madre lo maravilloso que es volar!
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