Hay cosas que crecen todos los días. Que con el rodar de los años se hicieron del tamaño de un gigante. Como esta silla recuperada ... ahora de la basura por mi debilidad. Fue sostén del cansancio de alguien cercano, querido, familiar. Pilar de una vida final anclada en torno a un velador.
La monotonía recortaría con mimo su silueta. La subiría a lomos de esta silla apropiándose de su anciano y fiel inquilino. Y cuando su vida cayó en el tiempo, huérfana de su hueco, empezó ante mí a desfigurarse.
Tiene ese alabeado en la celosía de tallos del asiento que le da zozobra y te rasguña el estómago. A mí me desasosiega. Y es como tener en una repisa de la sala, mirándote fijamente, la urna cineraria de su vacío.
Sin decirle nada a mi mujer, que veía en esa maltrecha silla el hueco de su misma sangre, también el respeto y toda esa memoria de charra de zagalejo y mantilla blanca, de tardes de ganchillo y domingos con todos a la mesa, cuando del zurrón de pesca salía esa deliciosa carne de ancas de rana y de tencas enlodadas en charcas de la dehesa salmantina, me atreví a cambiarla de sitio. La llevé a esa sombría habitación de la casa donde ya nadie giraba el pomo de la puerta. Mi esposa me preguntó el por qué la había movido, por qué no estaba junto al velador en la sala. Pero mujer, le dije, si viene alguien y se sienta se nos queda ahí encajado, se nos viene abajo. Sé lo que ves en ella, pero parpadea ya, quítate de la mirada esa niebla que te oculta la ausencia. Solo es una silla cansada. No tiene entresijos (la mentí). Qué sentido tiene dejarla ahí como una fotografía, como un amado recuerdo, pero si se le ve colgando por abajo las entretelas de su corazón de arpillera.
Lo aceptó a regañadientes. Pero, a mí, esa oscura silla de inquieta ausencia, escondida en un rincón de la casa, se me fue haciendo más lóbrega, más deforme. Si hasta sin darme cuenta pasaba absurdamente de puntillas frente a esa habitación para que no me irradiara abandono, olvido.
Hace una hora, furtivamente, con las bolsas de la basura en una mano y en la otra la silla, la bajé a la calle, la abandoné junto al contenedor, entre un colchón que olía a pobreza, y una butaca agotada de resistir el peso de otras vidas.
Respiraba ya libre. Me iba aliviado creyendo estar a salvo de su radio de vida, cuando tras de mí, el clamor del silencio de una voz ronca a desamparo llamando a mi mujer, pidiéndola socorro, me alcanzó de lleno, se clavó en la memoria de mi espalda.
Y como si desde un lugar muy oscuro, algo misterioso me hubiera herido, tuve que pararme, girar la cabeza enseñándole a la silla mi agotado perfil...
Y sin querer volver, volví, volví tras mis pasos...
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión