Bajo un cielo de mil frutales ramas de la Vega del Iregua, va y viene Mariamor. Para ella serán sólo manzanas, ciruelas, melocotones, nectarinas..., pero ... para otros, milagros de pequeños dulces planetas coronándola, rondándola, esperando caer del tobogán de su mano al remanso del frutero de su falda, al reclamo luego de unas cajas apiladas en la carretera, junto a la rotonda camino Alberite, hasta acostarse en el tenderete del zaguán de su casa, siempre con la puerta de hierro entreabierta, y morir, finalmente, en el árbol de la sangre de las venas de todos los afortunados que la hemos encontrado, conocido, saboreado en su inmaculada fruta.
Antes nos recibía Pili, la mayor de la saga, sentada siempre en su humilde blanca butaca de plástico con su alfombra de melocotones a los pies, y cada uno con la misma luz de terciopelo que si colgaran aún de la rama. Entrabas, y una marea de carne rosa granada nos traspasaba. Y siempre Pili se abrazaba a mi mujer como si compartieran algo oculto, como si se cuchichearan algún secreto. Y al irnos siempre nos regalaba para perfumar el coche uno de esos planetas del color de las cicatrices del ocaso, o quizá copiado del rubor perdido en esas dos mejillas de una niña y por un solo beso furtivo.
Y sobre el salpicadero del coche lo dejábamos camino Cameros. Pero la embriaguez de su aroma de seda y terciopelo nunca aguantaba más allá de Islallana. Y sin miramientos, como una caníbal vegana, mi mujer lo devoraba aún vivo.
Ahora en el mismo zaguán, junto a la sagrada y vacía butaca blanca, está Mariamor, el relevo, la que va y viene con su frutal regazo lleno de la Vega del Iregua. La ves y sabes que ella va a lo suyo: a escoger, a pesar, a vender su cosecha, a ganarse la vida. Y al no parar, al vivir con tanto trajín, no sabe que, bañada así por el perfume de la bodega de la tierra riojana, la ves más sencilla, más clara, más hermosa, más Mariamor...
El abrazo largo a mi mujer no falta, quizá lo ha heredado de Pili, aunque ahora caigo que este tiene que ver más con el dolor al ver la combada butaca.
Al irnos, nos regala un membrillo. Ese que tiene las ventanas abiertas. Que lleva dentro un sol ardiendo. «Para perfumar el coche», nos dice.
Sé de su leyenda, del mordisco en su carne amarilla de las antiguas novias griegas, para entrar en ese lecho nupcial de ardientes sábanas de luna, con la boca llena de perfumados besos...
Y para beberme la esencia única de ese dorado incendio y se pierda por todos los rincones de mi cuerpo, levanto el pie del acelerador y cierro un instante los ojos...
De Lardero a Cameros voy tirando de un hilo de luz de un sol de membrillo. Voy destejiendo la madeja de un corazón de mujer hecho del perfume de la bodega de la tierra, el de Mariamor: la que va y viene coronada de la Vega del Iregua. La que el trajín de la vida no la deja mirarse en el río...
Oh, la que está en otra cosa.
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