Leo estas últimas semanas varias noticias sobre los peligros que entrañan los teléfonos móviles para los menores. Y lo hago con interés, pero sobre todo ... con preocupación, porque mis hijos están en esa edad frontera en la que nos reclaman que les compremos uno de manera insistente, entre otras cosas porque la mayor parte de sus amigos ya lo tienen. «¿Dejamos que sean los únicos desconectados?», nos preguntamos con angustia los padres. «¿No estaremos propiciando que se queden aislados del grupo y sean vistos por los demás como bichos raros?».
La presión es muy fuerte y, al final, acabamos cediendo. De media, los niños españoles consiguen su primer smartphone a los 11 años y, para cuando cumplen 13, ya lo tienen el 90% de ellos. Y aunque se supone que la edad mínima para acceder a redes sociales son los 14, la realidad es que muchos niños y niñas abren sus perfiles a edades más tempranas.
Como sociedad, no terminamos de darnos cuenta de que un móvil en manos de un menor puede ser un arma de destrucción masiva, por muchos controles y filtros que pretendamos instalar y por mucha educación que queramos darles. Puede parecer una exageración, pero es lo que nos están alertando los expertos. Su mal uso ha acelerado el acceso precoz a pornografía, violencia y ludopatía y, lo que es más peligroso, ha propiciado la multiplicación exponencial de problemas de salud mental entre niños y jóvenes.
En este contexto, y teniendo en cuenta los riesgos, parece mentira que no haya habido aún un intento serio de regular este asunto. No soy amigo de las tentaciones prohibicionistas de los gobiernos, pero la realidad es que nuestra vida diaria está repleta de prohibiciones y restricciones por todos lados. Si hay regulación para todo, ¿por qué no la hay también para limitar el acceso de los menores a los móviles? Supongo que los lobbies tecnológicos estarán ejerciendo mucha presión para que esto no llegue, porque perderían buena parte de su negocio. Pero este es un claro ejemplo en el que la sociedad debería anteponer los intereses generales a los intereses particulares de una u otra industria, por muy legítimos que estos sean.
Alguien podría rebatirme, con toda la razón del mundo, diciendo que esto debería ser responsabilidad de los padres y que no está bien que pidamos al gobierno que acabe sacándonos las castañas del fuego. Y es verdad. Los padres, como colectivo genérico, deberíamos asumir también nuestro fracaso, porque no hemos sido capaces de cumplir unas mínimas reglas de sentido común que todos conocemos pero que, al final, no aplicamos. Si el niño molesta comiendo, le endiñamos el móvil en vez de educarle a comportarse en la mesa. Si estamos agotados y queremos relajarnos, le damos el móvil para que nos deje tranquilos. Si el niño se aburre, le damos el móvil en vez de jugar, leer o dar un paseo con él. No lo hacemos adrede, estoy seguro, pero la vida nos puede. Y quienes acaban padeciendo las consecuencias son nuestros hijos.
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