Nunca he sido muy de un equipo de fútbol, ni de un partido político, ni de una bandera concreta, ni de un himno... Nunca he ... sido muy de nada. Tal vez un sentido crítico excesivo, un individualismo genético, del que no presumo, y una especie de aversión a lo gregario y a las adhesiones inquebrantables me han llevado a no militar con fervor en ninguna causa, a no asociarme a ningún colectivo y a no ingresar en ningún club que, como diría Groucho, pudiera admitirme a mí como socia.
Por esa razón, y pese a ser de 'Bilbao-Bilbao' e hija de un padre bilbaíno que fue socio del Athletic, ni se me pasó por la cabeza colgar la bandera rojiblanca en mi balcón durante la pasada final de Copa, como sí hicieron mis familiares y amigos. Por supuesto, me alegró el triunfo de la Supercopa (una cosa es no ser hincha y otra muy distinta, ser 'grinch') y me apenó la derrota ante la Real Sociedad, aunque sin llegar a quitarme el sueño... Confieso que alguna vez, contemplando esas enardecidas mareas humanas tan unánimes y tan unísonas, más que rojiblanca me he creído perro verde por no sentir los colores con semejante arrebato.
Pero qué quieren que haga... Antes que a un club, uno debe ser fiel a sí mismo. Y en esa abulia futbolística andaba, cuando de pronto he encontrado algo que realmente me entusiasma, me mueve, me apasiona y casi hasta me enfervoriza... ¡El pasillo! En estos tiempos de trincheras, de gente con tan mal perder, de políticos, deportistas y personajes públicos en general incapaces de aceptar una derrota y ensalzar la victoria del rival, ese noble reconocimiento del equipo de mi ciudad a su oponente me llena de orgullo y hasta de satisfacción. Por esa causa sí colgaría yo emocionada una bandera que diga: «¡Viva el 'fair play'!».
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