No pretendo, ni de lejos, compararme con Homero, aquel poeta ciego a quien se le ocurrió escribir 'La Odisea' narrando el viaje de vuelta de ... Ulises desde Troya hasta su casa que le llevó diez años y durante el cual tuvo que enfrentarse a ninfas, sirenas malignas, Polifemo, mujeres malvadas pero estupendas, tormentas y otros contratiempos de menor cuantía. Sí les voy a contar la historia de un viaje durante el que ocurrieron cosas que ni el mismo Homero hubiera podido imaginar y que quizá le habrían impulsado a escribir otro poema.
En mi afán, puramente defensivo, de alejarme de la infernal algarabía y abandono de las normas de la civilización en que, en mi opinión, consisten los sanmateos, me fui de viaje bastante lejos, preludio del cual era inevitable un viaje a Madrid para abordar un avión. Así que compré con antelación el correspondiente pasaje para el tren a la capital que sale de Logroño a las 14.16 y dos o tres días antes comenzaron las sorpresas: Renfe me envió un atento SMS en el que me avisaba de que el tramo de vía de Logroño a Miranda, sin renovar desde los años cuarenta del siglo pasado, se iba a poner al día para acercarlo a los años sesenta del mismo siglo y en consecuencia el traslado desde Logroño a Miranda se efectuaría en autobús.
Como no había otra opción, el día señalado me presenté puntualmente en la estación de ferrocarril donde una señorita muy amable Renfe nos agrupó a los obedientes viajeros y nos condujo a un autobús allí aparcado. Partió a la hora señalada y accedió a la circunvalación por el nudo de La Estrella, pero cuando todavía no había llegado al cruce con avenida de Madrid, resentido al parecer por el mal trato de la compañía o quien sabe si por alguna discriminación de género porque se sentía autobusa y no le hacían caso, decidió dejar de prestar sus servicios y se detuvo arrojando en prueba de su indignación un feo chorro de aceite negro sobre la carretera. El conductor intentó razonar con él o ella, que se mantuvo inflexible, y a los pasajeros no nos quedó más remedio que esperar en el arcén, protegidos, eso sí, por la policía municipal pero indefensos ante el sol inclemente que nos azotaba.
Tras media hora de espera y ácidos comentarios entre los pasajeros, otro autobús obediente nos recogió y nos depositó en la estación de Miranda en la que el tren esperaba paciente como si fuera un perro.
Todos, creo que había alguna toda también, asfixiados por el calor nos lanzamos en el tren a las máquinas repletas de refrescos y chucherías para saciar la sed, con la sorpresa de que, efectivamente, las máquinas existían, pero selladas con cinta americana y un letrero ominoso que advertía de que estaban fuera de servicio. Acudimos a los empleados del tren que nos informaron desolados, eso sí, que se les había acabado el agua y no nos quedó otro remedio que esperar a llegar a Madrid con bastante retraso para restaurar los tejidos. Ahí hubiera querido yo ver a Ulises y a Homero.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión