La Constitución del 78 ante su límite histórico
La Carta Magna fue un punto de llegada para las élites que sobrevivieron al franquismo, nunca un punto de partida para una democracia plenamente moderna
Juan Cigarría
PCE La Rioja
Miércoles, 3 de diciembre 2025, 22:01
En cada aniversario de la actual Constitución española vuelve el mismo ritual: actos solemnes, discursos que apelan al «consenso del 78» y un homenaje casi ... litúrgico a una Carta Magna que, según se repite, habría traído décadas de estabilidad y progreso. Sin embargo, cuarenta y seis años después, ese relato se sostiene cada vez menos. Lo que el país vive hoy demuestra que la Constitución del 78 fue un punto de llegada para las élites que sobrevivieron al franquismo, pero nunca un punto de partida para una democracia plenamente moderna. Aquella transición, diseñada bajo la vigilancia del aparato franquista y con límites pactados desde arriba, produjo un marco político rígido, pensado para impedir que la ciudadanía pudiéramos transformar lo fundamental.
Y la prueba más evidente está en sus propios candados, un jefe del Estado que nadie ha elegido que está protegido por un sistema que legitima el privilegio hereditario, un modelo territorial incapaz de dar estabilidad porque nunca se nos permitió discutirlo sin miedo, un poder judicial que arrastra inercias políticas del pasado y actúa sin un control democrático real y un sistema económico que prioriza los intereses del capital frente a los derechos sociales que el propio texto proclama de una manera formal. Esto hace que la Constitución prometa mucho, pero garantice poco. Declara derechos, pero no los blinda. Reconoce libertades, pero mantiene estructuras de poder que las condicionan y los bloquean.
Ese desfase entre la letra y la vida cotidiana se percibe en todas partes. En la vivienda convertida en negocio mientras miles de familias ven imposible acceder a un techo digno, en servicios públicos tensionados por recortes y privatizaciones silenciosas en favor de las grandes corporaciones, en la precariedad laboral que afecta sobre todo a jóvenes y clases trabajadoras y en una desigualdad estructural que también se expresa en la brecha entre hombres y mujeres, especialmente en salarios, cuidados y estabilidad vital. Hablar de derechos sociales sin garantizar condiciones materiales que permitan ejercerlos es mantener una ficción que ya no convence a nadie.
Por eso el 6 de diciembre se ha convertido en un día más de apatía y, en el mejor de los casos, de reflexión que de celebración. No se trata de nostalgia ni de cuestionar los avances logrados, sino de reconocer que el país ha cambiado profundamente mientras la Constitución permanece estancada en los márgenes de su origen. Una democracia madura no puede vivir atrapada en un marco que impide discutir lo fundamental y que trata como intocable lo que solo se sostuvo para cerrar una transición negociada al margen de los intereses de los españoles.
España necesita abrir un horizonte distinto, abrir un proceso constituyente verdaderamente participativo, donde el pueblo pueda decidir sin tutelas y donde se puedan debatir todas las cuestiones que el 78 dejó fuera. No para repetir viejos esquemas, sino para construir un nuevo pacto social que garantice derechos efectivos, vivienda, igualdad real entre hombres y mujeres, empleo digno, el control social de los medios de producción, servicios públicos sólidos y que sitúe la soberanía popular por encima de cualquier privilegio heredado o poder opaco.
Ese debate no puede eludirse más. La sociedad es hoy más diversa, más consciente y exigente que la de finales de los años setenta. Reclama un Estado capaz de proteger la vida digna, de asegurar igualdad de oportunidades, de repartir la riqueza de forma justa y de impedir que los intereses de unos pocos condicionen el rumbo de la mayoría. Y eso exige instituciones nuevas, un diseño democrático distinto y un marco constitucional que responda a las necesidades del presente, no a los miedos del pasado.
La alternativa existe y debe poder discutirse sin complejos: la Tercera República. No entendida como un cambio estético o simbólico, sino como un proyecto político de democracia plena, donde los derechos sociales sean exigibles, donde la igualdad entre hombres y mujeres sea un principio efectivo y no una declaración, y donde el control democrático llegue también a los poderes económicos y mediáticos que hoy operan sin contrapesos.
Esta vez no debería ser un día de autosatisfacción institucional, sino la ocasión para reconocer que España merece un futuro mejor. Un país que ha demostrado su capacidad de avanzar no puede resignarse a vivir en un marco que ya no responde a sus aspiraciones. Ha llegado el momento de abrir un nuevo ciclo democrático, de devolver la palabra al pueblo y de construir, entre todos y todas, un proyecto de país más justo, más igualitario y más libre.
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