Concéntrico y la emoción
En el mundo de las artes, especialmente las bellas, es vieja la polémica sobre qué puede considerarse arte y qué no. Aquel que dijo «las ... vanguardias están acabando con el arte» puede que no tuviera ninguna razón, pero encendió una mecha que no deja de producir chispullas. Quién no ha escuchado, o dicho, alguna vez: «Esto no es poesía», «Esto no es arte», «Esto no es...». Si en algo puede haber consenso es en que la importancia de una obra artística se mide por la emoción que es capaz de producir, aunque también esto requeriría alguna precisión, pues no es lo mismo emocionarse con las vicisitudes argumentales de un folletín que con la belleza de las palabras unidas. ¿Se puede comparar la emoción de la adolescente que llora y grita frenéticamente, ante la presencia de su rockero favorito, con las silenciosas lágrimas que resbalan por la mejilla del anciano, al escuchar Nessun dorma, el aria de Turandot? Claro que la emoción no está producida solamente por el objeto artístico, sino también por la capacidad que tenga el sujeto de apreciar la belleza, en la que influyen tanto la sensibilidad genética como la preparación intelectual.
Viene todo esto a cuento de la exposición CONCÉNTRICO, el festival internacional de arquitectura y diseño que llena estos días las calles logroñesas. Reconozco que quizá no soy el más indicado para hablar de esto, pues aunque aprecio y me emociona la belleza que habita en la música, el cine, la literatura..., nunca he conseguido emocionarme con la arquitectura, la escultura o con la pintura; y, aunque reconozco el mérito de algunas obras e, incluso, su valor emocional en determinados contextos –un Salcillo en la procesión del Viernes Santo–, su contemplación no me produce la íntima sensación de felicidad que sí me dan algunos poemas, arias, escenas.... Por eso suelo acudir regularmente a exposiciones, esperando sentir esa emoción que nunca llega y que se me niega sistemáticamente. He mirado con interés, varias veces, las obras en madera de CONCÉNTRICO, algunas colosales, pero la única sensación que me han producido es de indiferencia y, en algún caso, me han llevado a preguntarme: «¿Qué hace aquí este mamotreto?» Sí, ya supongo que es culpa mía, que no estoy preparado para admirar este tipo de arquitectura, pero lo que más me asombra es que ninguno de los caminantes dirige su mirada hacia las obras. Como si no existieran. No, no estoy solo en mi ignorancia, me temo que, por desgracia, me acompaña una ingente mayoría. Casi unanimidad. Siempre queda el consuelo, como decía mi abuelo, al ver el fervor con que mi abuela acudía a la iglesia: «Daño... no hace».
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