Qué es el tiempo? Si nadie nos lo pregunta, creemos saberlo. Sin embargo, cada vez que intentamos definirlo o caracterizarlo, las certezas desaparecen y surgen ... las dudas. Y es que el tiempo, al igual que el espacio, carece de materialidad, de textura, olor, sonido o sabor. Por todo ello, resulta imperceptible, escapa a cualquiera de nuestros sentidos. Se trata de una entidad que, a pesar de sonar paradójico, carece de ella.
Los físicos, los químicos, los historiadores y todos cuantos se dedican a estudiar y describir el mundo real aseguran que el tiempo es una variable que interviene en todos los fenómenos y acontecimientos que investigan y de los que tienen noticia. Una magnitud directamente asociada al cambio, a la existencia de sucesos en los que se establecen secuencias o relaciones de orden y precedencia. De hecho, una de las primeras y mejores definiciones del tiempo, la formulada por Aristóteles, alude a estos ingredientes cuando lo define como «el número del movimiento según lo anterior y lo posterior».
El tiempo, por decirlo de otra manera, no posee una existencia autónoma porque es un producto de la realidad y de la infinidad de mutaciones que se producen en ella. De ahí que todos los ingenios que los hombres hemos ideado a lo largo de la historia para medirlo y contabilizarlo se basen en el movimiento, tanto en el de seres naturales (sol, luna, estrellas, agua, arena, átomos) como en el de artefactos (péndulos, resortes, flejes, ruedas dentadas o engranajes).
Pero una cosa es fragmentar, regular y estandarizar el flujo del tiempo dividiéndolo en unidades menores/operativas y otra significarlo dotándolo de sentido. Los paganos no tardaron en encontrarlo al descubrir la lógica recurrente y repetitiva de los ciclos estacionales y de algunos fenómenos astronómicos. Las jerarquías de las religiones monoteístas consiguieron el mismo efecto a través del establecimiento de calendarios rituales basados en la vida de profetas y santos o en la de hechos extraordinariamente relevantes. Mientras tanto, la sociedad de la que formamos parte ha decidido reemplazar ese atavismo primitivo y supersticioso por la eficacia y el mercantilismo. El almanaque contemporáneo no lo dictan las estaciones, ni las cosechas, ni el año litúrgico sino las ofertas, campañas, gangas y promociones comerciales. Black friday; cybermonday; Navidades; rebajas de invierno y verano; Amazon Prime days; días del soltero, el padre, la madre y el niño; San Valentín; vuelta al cole; Halloween... el calendario está repleto de citas y reclamos periódicos que cumplen una doble función: exacerbar el gasto o el consumo privado y tratar de dar sentido a unas vidas que lo han perdido y que recurren a este u otros sucedáneos para seguir adelante y autoconvencerse de que todo va bien, de que no pasa nada.
¡Bonita manera de arreglar las cosas!
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