Muchas veces, la mayoría de ellas, los seres humanos no somos plenamente conscientes de nuestra extrema y radical pequeñez, de lo poco que significa el ... espacio físico (y metafísico) que nosotros y nuestro pequeño mundo ocupamos frente a la desmesurada vastedad del universo que nos rodea. Un universo que, si hacemos caso a algunos expertos, posee un diámetro de 93.000 millones de años luz o, lo que es lo mismo, 880 sextillones de kilómetros (88 seguido de 22 ceros). Un universo cuya fracción observable alberga, según las estimaciones más conservadoras, entre 100 y 200 mil millones de galaxias, trillones de estrellas y quién sabe cuántos planetas. Un universo que se originó hace 13.800 millones de años y que se prolongará durante otros tantos o puede que durante muchísimos más.
Frente a estas dimensiones que resultan inimaginables y van mucho más allá de lo que los seres humanos somos capaces de concebir, se alza un hecho incontestable como es el de nuestra propia existencia. Aquí estamos, ustedes y yo, levantándonos cada mañana, respirando, comiendo, amando, luchando por salir adelante, embarcándonos en todo tipo de tareas, afanes y proyectos. Podría haber sido de otro modo, podríamos no haber existido, los átomos de los que estamos compuestos podrían haberse organizado de otro modo, sin embargo, no ha sido así. La fortuna, el destino, una conjunción favorable de constelaciones o circunstancias que jamás llegaremos a descubrir, nos ha permitido abandonar la nada, dejarla atrás para existir, para hacerlo durante los 60, 70, 80 o más años que nos han sido concedidos sin haberlos solicitado previamente. Por eso creo que lo extraordinario, lo que verdaderamente debería llenarnos de admiración no es tanto nuestra irrelevancia frente al tamaño del universo sino el hecho de que, a pesar de ella, estemos vivos, seamos alguien o algo en medio de una realidad semejante, una realidad completamente ajena que maneja ordenes de magnitud en las antípodas de cuanto somos, representamos o alcanzamos a comprender.
De algún modo, de un modo ciertamente asombroso, el universo, el azar o ambos nos han otorgado, tanto a nosotros como a todas y cada una de las criaturas que habitan este mundo, el don más precioso que se puede conceder y el único que importa: el de la vida. Tras 13.800 millones de años de espera, tras ese abismo insondable de tiempo, espacio y vacío, hemos alcanzado esta condición, la que el lector está disfrutando en este preciso instante. No hay duda de que tanto usted como yo, como todos los demás no tardaremos en perderla para regresar a la atroz inmensidad que nos aguarda y en la que nos sumiremos de nuevo hasta que el tiempo y el espacio acaben consumiéndose. Hasta que esto, si lo hace, suceda, más nos vale vivir, vivir como si nunca lo hubiéramos hecho y nunca lo volviéramos a hacer porque el milagro o la oportunidad de la que ahora disfrutamos no volverá a presentarse otra vez.
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