En nuestro país, desde la Dictadura, ha existido y existe una irresistible atracción por un engendro al que se ha llamado urbanismo que poco tiene ... que ver con él y que tantas veces es y ha sido sólo turbio negocio y causa de enriquecimiento corrupto. En raras ocasiones el desarrollo y crecimiento de nuestras ciudades se ha formalizado con perspectivas racionales y horizontes a largo plazo, siendo por el contrario la abusiva destrucción del territorio y un oportunista chalaneo de estraperlistas.
Esa fiebre, puramente especulativa, instalada igualmente en la política desde hace años, nos aboca hacia otra enloquecida reparcelación, no de nuestras ciudades, sino de España, de tal modo que podemos estar al final de un irreversible desorden territorial y de una disgregación aupada por los nacionalismos excluyentes (engrosados por otros recientes agraviados) que han venido encontrando apoyo para sus aspiraciones, en partidos de ámbito nacional en sucesivas legislaturas (recuerden lo de hablar catalán en la intimidad), pero todos ahítos de poder y escasos de cualquier sentimiento de responsabilidad ético-moral además de desmemoria de lo que somos y de dónde venimos. Y que desde luego no es el engendro en el que desean transformar el espacio geográfico-político de más de quinientos años de nuestra historia.
Bajo un manejo dialéctico, empecinado, se adoctrina con la murga de hallarnos en la encrucijada de un problema político que, consecuentemente, hay que resolver con diálogo, porque parece que cualquier transgresión de la ley realizada por separatistas, o nacionalistas, comunistas o de izquierdas solo es un problema de falta de diálogo y no un delito. No así con los discrepantes de ese argumento, que hagan lo que hagan o digan lo que digan (que recuerda a una canción del incombustible Raphael; sólo falta terminar con: «los demás») es derecha fascista, según la novedosa e imaginativa definición de un tuitero local con alto cargo.
Entiendo que la política es, entre otras muchas cosas, un juego hipócrita para obtener el poder -decir maquiavélico me sobrepasa-, pero entenderlo no es admitir que el mismo se logre a cualquier precio: todo tiene un límite. Y es que en los trasiegos actuales de la política española parece que mentir, engañar o impostar diálogo en donde lo que subyace son las ambiciones personales, es un deporte bien remunerado, un juego en el que los únicos beneficiados son los que obtienen canonjías, que por ello apoyan cualquier desafuero.
En todo caso lo que expreso es que lo que se describe como un «problema político» no es sino un «problema creado por los políticos», que es bien distinto. Problema o problemas forzados de manera artificiosa -hay que tensionar, dijo Zapatero- y alimentados con perseverantes agravios durante años. Condimentados, eso sí, para satisfacer a muchos desorientados -miren hacia el 'brexit'- y por ello muy receptivos, que hacen de ese objetivo algo en lo que creen les va su supervivencia emocional y vital. Y así alcanzar un paraíso reducido a unos cuantos kilómetros cuadrados de terruño, que prometen ser una Arcadia feliz. Arcadia en la que lo universal se desvanece y los localismos se hacen religión. En fin, ilusos que son embaucados por hábiles prestidigitadores que sólo ansían la sinecura del poder y sus prebendas.
Últimamente estoy muy cancionero, aunque sólo recuerdo letras y melodías de antaño, porque de lo contemporáneo me agradan pocas cosas. Georges Brassens, francés ácido y cáustico, compuso una canción que versionó el malogrado Javier Krahe, y que en su letra y al final de cada estrofa dice: «y yo aquí, madre, como un gilipollas». Krahe, al cantarla, alargaba lo de gi... li... pooo... llas. Pues aquí me tienen «levantando una orquídea por la bella, mientras descubro que se besa -con más de un chulo- apoyada en un farol». Así que yo, «con mi flor, madre», que es como decir patria, me veo como un auténtico gi... li... pooo... llas por creer que este embrollo tiene todavía remedio. Mala pinta tiene el asunto.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión