Fue una estampida digital, una tormenta en los servidores y en los móviles, miles de dedos crispados sobre las pantallas en donde vibró el trueno ... mudo y ansioso de tantos clics simultáneos. Cuando el polvo se asentó, una multitud de fans descubrió que ya no quedaban entradas para poder ver a Bad Bunny. El puertorriqueño despachó en unas horas las 600.000 localidades para sus conciertos en España y dejó a miles de sus seguidores con una frustración tan grande que muchos decidieron gastar cientos de euros más para ir a verlo a Milán, Varsovia o Londres. Lo dice el propio Bad Bunny en su canción 'Yonaguni': «Dime dónde tú está', que yo por ti cojo un vuelo».
La locura fue este mes, pero todos esos conciertos no se van a celebrar hasta el año que viene. Dice Edu Galán que estamos en la «sociedad batidora», y en ese torbellino hay que entender este frenesí de la anticipación. Vivimos en la prefiguración perpetua del placer: precompra de entradas para conciertos de 2026, reservas en el Museo del Louvre antes de confirmar el vuelo o pases para la Alhambra dentro de seis meses; la cultura es una industria que ha colonizado el futuro, y se da la paradoja de que esos códigos QR en el móvil son hitos que prometen alegrías en un mundo que cada vez ofrece menos certezas.
Lo que acaba de ocurrir con Bad Bunny es la expresión más extrema de un fenómeno que se repite una y otra vez en el mercado del ocio, sobre todo el musical que es el más popular. Ha sucedido también con Fito y Fitipaldis: en unas horas han agotado casi todas las entradas para su próxima gira que hará parada en La Rioja a comienzos de 2026. Recuerdo cuando presentaron su primer disco en La Casilla de Bilbao junto a Extremoduro. Fue en marzo de 1999, yo no estuve en el concierto pero tres amigos sí, simplemente porque aquella tarde les asaltó una pregunta urgente y feliz: «¿Vamos?», así que se acercaron a la taquilla y esa noche disfrutaron del concierto como el que se lanza a la piscina sin comprobar la temperatura del agua. Vivimos muchas noches parecidas durante aquellos años frenéticos de universidad en Bilbao: conciertos inesperados en La Casilla, bandas internacionales que venían al Antzoki y viajes en autobús hasta Anoeta para comprar las entradas allí mismo cuando ya estaba sonando el rugido eléctrico de los teloneros. Esa experiencia ya no se puede repetir hoy en los grandes conciertos, es imposible. Tiene que ver con internet porque la tecnología ha transformado la venta de entradas pero también porque se ha modificado la idea misma del valor cultural: es el capitalismo de la espera, una burbuja que infla el deseo y lo administra con precisión quirúrgica y que ha cercenado la posibilidad de improvisar; no sé si todo tiempo pasado fue mejor pero al menos nos parecía un poco más espontáneo y, en el fondo, más libre.
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