Santa Coloma es uno de estos pueblecitos nuestros que aparecen en Google Maps como un punto diminuto, una muesca entre los montes donde el mapa ... empieza ya a teñirse del verde invencible y espeso de la vegetación salvaje. Es un lugar en los márgenes, fuera de las grandes rutas que siguen las multitudes, así que, de no haber sido por mis persistentes compromisos laborales —tan puntuales como ineludibles estos días—, no sé cuándo habría puesto un pie allí. Por eso precisamente acudí a Santa Coloma otro 8 de junio como el de hoy hace ya unos cuantos años: a celebrar la Convención de 1812.
Lo institucional tiene mala fama y, a priori, el acto se presentaba con el aspecto perfecto para desatar todo mi escepticismo natural; banderas, himnos y discursos pronunciados con tono de protocolo oficial al viento burlón de la sierra, puro trámite. Pero a mí me gusta la Historia, qué le vamos a hacer, y allí, en ese pequeño pueblo resguardado bajo las faldas del Serradero entendí que había algo que sobrevivía al artificio y a toda esa coreografía. Ocurrió al leer los nombres de los protagonistas de la Junta de Santa Coloma: Valeriano Villar, Bernardino Pastor, Antonio Calvo, Fausto Tobar... nombres y apellidos que sonaban a callejuela empedrada y a campo cubierto de niebla, nombres que traían el canto dulce y oscuro de los cencerros y crujían como leña en el fogón, como si el pasado nos los estuviera dictando desde una posada llena de humo. Los recopiló en su blog Francisco Bermejo, 'Bermemar', y cada vez que los leo se obra ante mí el milagro y de repente toda la abstracción difusa de la Convención adquiere frente a mis ojos cuerpo y entidad real. Es una ocurrencia infantil, pero me gusta fantasear con la idea de que aquellos hombres de 1812 vuelven a Santa Coloma cada 8 de junio como fantasmas de Dickens, que aplauden con las manos de los riojanos de hoy y brindan con los jarritos de vino de la última cosecha.
André Malraux decía que la tradición no se heredaba, que había que conquistarla y, aunque haya mucha épica ficticia en estas celebraciones, aunque se exagere hasta la caricatura la pelea contra Napoleón, la lucha contra el francés que se replicará pronto en las fiestas de San Bernabé frente a Asparrot, hay un orgullo bonito en esta nostalgia de Santa Coloma. Por sus calles resonaron las voces de los pioneros de nuestro autogobierno, los que hace más de dos siglos se unieron para cambiar la Historia. Los bisabuelos de nuestros abuelos alzaron la voz de una tierra que aún no sabía lo que era, pero sí tenía claro lo que no quería ser, y los sentimientos que nacen en la periferia no mueren con facilidad. Es 8 de junio otra vez, y Santa Coloma recuerda aquellos días de diciembre de 1812 desde una plaza pequeña que mira hacia la montaña como quien espera que vuelva algún día el trueno de la gente decidida.
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