Junio sigue avanzando con la velocidad lánguida de los últimos días de colegio, como un niño que juega a correr despacio solo para que alguien ... lo alcance. Así es este momento del año, estamos acercándonos a ese umbral, y quizás eran las semanas más felices de la infancia porque en estos días finales ya no resolvíamos multiplicaciones ni buscábamos el sujeto y predicado de las frases, sino que pintábamos monigotes y nos inventábamos historias, bromas, viñetas que llenaban con trazos de tinta vibrante las últimas páginas de los cuadernos.
El verano es una orilla, y nos aproximamos a ella con esa promesa líquida y el recuerdo de aquella alegría azul, las fuentes, los globos de agua en el patio del colegio y la piscina de Jorge, una de esas de azotea que extendía su estrecha lámina rectangular en lo alto de un edificio de la calle Murrieta. Era una especie de secreto compartido en las alturas y allí nos encontrábamos los amigos -antes de que cada uno se fuera con la familia a su destino estival- en esas tardes sofocantes de un verano recién estrenado. En aquella piscina aérea disfrutábamos de los primeros chapuzones, que resonaban como bombas de racimo sobre una ciudad que ardía allí abajo: un Logroño de asfalto pegajoso y mustios plátanos de sombra que mirábamos desde lo alto como si el mundo entero estuviera desmayado, sin pulso. Luego, cuando el fuego remitía e iba pintando de rosa las nubes del horizonte, recorríamos las calles y nos íbamos a casa llevando el olor eléctrico del cloro enredado por el pelo y por la piel.
Aunque parezca lo contrario, el verano llega porque terminan las clases; Logroño muda de piel igual que una serpiente, pero a mí me parecía entonces que por aquí se quedaba el envoltorio seco, porque la vida serpenteaba a otros lugares, hacia el pueblo, hacia la playa, hacia un mundo que nos manchaba las manos con la grasa de cadena de bicicleta, nos prometía noches de verbena y amores que duraban tres semanas. De adulto uno llega a este momento del año con la sensación de haber sobrevivido, pero de niños sentíamos la convicción luminosa de haber ganado, como en la reflexión de Nick Carraway al comienzo de 'El Gran Gatsby': «tuve la certeza bien conocida de que la vida vuelve a empezar con el verano».
Fito Cabrales lo canta: «Hay un niño que se esconde siempre detrás de mí». Yo tengo el mío aquí al lado, me tira de la manga y me dicta este artículo al oído porque viene con sus recuerdos como cromos en un álbum. Ese niño que soy yo se presenta cada vez que llega la Navidad o cuando -como pasa ahora- me toca contar la noticia de que se termina el curso. Salen los chavales el último día de clase, los ves corriendo con la alegría explosiva de un gol en el minuto 93 y es inevitable recordar lo que dejó escrito Faulkner, que el pasado no está muerto, y ni siquiera es pasado.
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