Lo primero que se escuchó este año en Holika no fue la música del DJ Javi Colina, lo primero que se oyó por Calahorra fue ... el golpe seco de una maleta contra la acera, el runrún al arrastrarla hacia la zona de camping, el murmullo pegajoso de la fila bajo el sol y el coro de carcajadas de la juventud feliz. A esta llamada tribal han vuelto a responder los chavales; llegaron cuadrillas de todas partes, algunos con las mejillas aún rosadas y redondas, casi niños que –con sus mochilas al hombro y sus caras de ilusión– recordaban a los Goonies camino de algún tesoro.
Ha sido una peregrinación con tintes de heroicidad dado el estado de abandono en el que se encuentran hoy las infraestructuras que conectan a La Rioja con el mundo; que hayan podido llegar hasta aquí todos esos miles de jóvenes es un pequeño milagro entre los días de San Juan y de San Pedro. Al ver ese desembarco en Calahorra me acordé de Octavio Paz, que decía que nuestra pobreza puede medirse «por el número y suntuosidad de las fiestas populares». El Nobel de literatura mexicano reflexionaba sobre las tradiciones de su país, pero la idea es certera, sirve para todo el mundo hispano y, por lo tanto, también para nuestra España desquiciada que abraza alegre el verano haciendo realidad otra frase del escritor: «Las fiestas son nuestro único lujo».
En Calahorra estos días conviven tres localidades: la ciudad del presente en la que se compra el pan y se saluda al vecino, la Calagurris romana del maestro Quintiliano y la población súbita de Holika alzada como una rara flor de junio sobre tierras de un imperio que inventó las bacanales. El escenario principal tiene forma de templo clásico, con columnas gigantescas y frontón triangular en la parte superior donde se leía el nombre de una marca de ron; que el escenario parezca un templo revela sin pretenderlo que ahí abajo el público asiste a una ceremonia. Uno de los prodigios del ser humano es la capacidad de inventar rituales que permanecen donde antes solo había polvo y tierra.
Pasa en las Vueltas de Nájera, en la Batalla del Vino y ha sucedido con Holika: este fin de semana el festival ha vuelto a ser un estallido y ha congregado a miles de jóvenes que han tomado Calahorra para disfrutar y subir reels de TikTok, para dar saltos y bailar de día y de noche hasta golpearse contra las paredes invisibles de su propio futuro; es lo que hemos hecho todos y lo que debe hacer siempre cada generación, porque la vida no espera y la juventud es un asalto que nunca pide permiso.
«Hemos venido por Ozuna y Omar Montes», nos dijeron unas chicas resguardadas del calor en la zona de acampada; en el fondo eso da igual, porque si algo hemos aprendido es que a un festival así no se va a escuchar la música, se va a formar parte de un ritual compartido, a confirmar la sospecha que se tiene en esa edad: que con 19 años el cuerpo es una bengala.
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