Yendo en el SIMCA de mis tíos por la carretera de Soria, camino de Nieva, en los domingos del verano, cuando aparecía un ciclista, nuestro ... padre siempre decía lo mismo: «¡mirad, un 'escapao'!». Se refería –fabulaba él, claro– a que era un corredor de La Vuelta a España que se había fugado de la carrera y que circulaba por libre. A mí, el niño de entonces, me fascinaba la figura del escapao. Y era un atractivo –y una competición paralela a la oficial– el estar pendiente a través de la ventanilla del coche a ver cuántos escapaos nos encontrábamos en el camino. Me aficioné a avistar escapaos, por deporte y por juego. Y cada vez que veía uno, excitado le avisaba a mi padre: «¡mira, papá, un escapao!». Los escapaos eran mis héroes y sin su concurso el viaje tenía menos gracia.
Había domingos es que llegaba a contar nueve o diez escapaos. Y me inventaba la película de quienes serían y sus razones para escapar; si es que no se habían extraviado en alguna etapa confundiéndose en algún desvío o curva y habían aparecido en los Cameros. Porque podían estar perdidos, errantes. Como siguen encallando en recodos trampa de nuestra Sierra camiones extranjeros. Pues a día de hoy, sigo jugando a esto. A veces, veo escapaos. En las carreteras desde luego pero también en las calles y en los pasillos. Es más, creo que pertenecemos a un pelotón de escapaos. Entre desorientados y fugitivos. Con una hoja de ruta gripada y un mapa de carreteras con muchas erratas. Enseguida detectas la cara de escapao en alguien. Yo mismo me veo, me siento, un escapao en muchas ocasiones.
Eres un escapao cuando te sientes solo ante de trepar un puerto de problemas, cuando no sabes por dónde tirar, cuando entristeces, cuando vas con la lengua fuera, cuando te aventuras a algo. Me pasa que a veces veo a escapaos semejantes circulando por un carril paralelo de la vida, camino de la meta volante que resulta cada día, y me dan ganas de jalearle, de darle algo de avituallamiento, agua, un zumo, un sándwich de Rodilla, que se come fácil, y de decirle que soy de su equipo, el de los escapaos. La realidad no veranea. Es una scape room llena de falsas salidas, con escapatorias trucadas. Y ese es el circuito por donde pedalea el escapao, que mira a izquierda y a derecha para ver por dónde le ven a acometer los gigantes. El escapao está de Vuelta en septiembre. A España, en todos los sentidos, y a su problemático trazado intestino, a menudo tan peligroso, tan incendiado. El escapao sigue dándole y dándole, parando lo justo para orinar en una cuneta y durmiendo en el sillín, en microsueños, como los pájaros. Y cuando despierta, el dinosaurio sigue allí. Nuestro padre tenía en su cuarto de trabajo, en casa, una bicicleta. Medía siete u ocho centímetros y era de alambre. La tenía desde niño. Era como un objeto de tienda de artículos de broma, tipo El Acuario. Papá practicaba esta modalidad de bici estática, que consistía en recorrerla toda, desde las ruedas hasta el manillar, con un pequeño aro. La cosa es que a veces, el aro tropezaba o se enganchaba en algún ángulo o nudo del cuerpo de la bicicleta y no sabías cómo seguir. Yo me quedaba con frecuencia atascado en el radio de una rueda delantera. A él, este ejercicio de habilidad le relajaba mucho, decía.
Y lo culminaba con éxito. La vida es –discúlpenme esta metáfora de cajón– exactamente como esa bicicleta. Hay que atravesar con tanta pericia como delicadeza el esqueleto de los hechos, de las palabras, de las emociones, de las horas, de las irregularidades de su firme. Moviendo el aro de manera que no quedes atrapado en un extraño del recorrido. Conservo esta bicicleta. Estaba guardada en una caja de puros junto a un mechero dorado con el nombre de nuestra madre y un viejo llavero de la empresa de construcción, GILCON, de la que fue contable mi padre. Y sigo jugando a recorrerla. Pero no estoy muy arriba de la tabla clasificatoria. En fin, vuelve este escapao de las letras a circunvalar el Ojo de Buey.
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