Ahora que se lleva la «experiencia inmersiva», caigo en que tengo yo asociadas algunas de mis primeras inmersiones cinematográficas al propio mundo submarino. Me sumergí ... en el cine a la vez que en el mar. Ya fuera en el Nautilus –mi bautizo–, en el Seaview –en el océano en blanco y negro de una Telefunken–, en el submarino nuclear de Estación Polar Cebra, en el Poseidón cabeza abajo o en la playa de Amity, la de Tiburón. En ningún caso rebasaba yo los catorce años y aún guardaba dos horas de digestión antes de bañarme. La proporción áurea del horizonte era la línea que dividía los tercios de la pantalla de cinemascope, enorme para el niño, tras la que amaneceres y ocasos se alzaban u ocultaban como cordados desde un gran telar. El perfil de la línea de flotación de navíos de todos los siglos, tripulaciones y rutas. El panorama que abría la pantalla era el océano mayor, en cuyas profundidades braceábamos con la retina. John Ford ya le advirtió al Spielberg alevín que en el cine, el arte mayor consiste en saber dónde marcar el horizonte. La clave es que no sea justo en el centro, sino en el margen superior o inferior, porque es en esa porción de vacío donde está el drama. Y el poema. Si vuelven a ver Tiburón, comprobarán que es un ensayo sobre el horizonte, desde la cabeza de playa hasta mar adentro. Una superficie deliniada, como tiza de un sastre, por una aleta de tiburón, que es también la aleta caudal de la película. Y en la que consiste y se sustancia el monstruo, no en sus fauces ni en su chasis dinosáurico, sino en un simple triángulo rectángulo sobre las aguas. Tiburón es una metonimia de lo más perfecta: la parte vale por el todo. Y de qué manera. El escualo, en su mayor medida, se encuentra «fuera de campo» –el otro arte del cine, junto con el de calibrar el horizonte–. Se resume en una aleta infantil, de dibujo animado, y en dos notas musicales: un 'mi' y un 'fa', que forman un sonar percutante, obsesivo. Es su pensamiento, su motivación (su leit-motiv, y no sólo musical). Si quieren invocar al tiburón de Tiburón, no tienen más que cantar, alternas, las dos notas, en un ostinato. Y el monstruo aparece. Aún más: el espectador, nosotros, vamos en su bodega. Aún más: el tiburón... es que ¡somos nosotros! Un tiburón subjetivo, una corriente de maelstrom como el que atravesaba Nemo con su nave (aquella especie de tiburón, también, de tiburón sierra). Somos los ojos del animal y participamos de su instinto. No cabe duda de que el espectador tiene algo de depredador ocular. Comer con los ojos. Y eso es: el tiburón de Tiburón lo tenemos inoculado, desde el primer minuto de la película, cuando buceamos en el radar de la criatura, empujados por dos notas que podrían pertenecer a algunos de los compases más jurásicos de La Consagración de la Primavera, hasta décadas después, ahora, en que aún no nos hemos sacado el tiburón de la cabeza: esa quimera, sí, como atravesada por Stravinsky y dentada por el cuchillo de Norman Bates (es, por supuesto, la secuencia de la ducha un proyecto a escala, individual de la tragedia comunitaria de Tiburón). Y ahí ancla el terror indeclinable de esta odisea, su vértigo. De hecho, Spielberg filmó la mirada del jefe Brody frente al asalto –tan abismal como abisal– del tiburón, con esa compleja operación de travelling + zoom importado del Vértigo de Hitchcock, en el que la cámara va hacia adelante a la vez que hacia atrás en un movimiento que no es físico sino neurológico. Como la naturaleza de este tiburón: mental. En una de las primeras películas de la historia del cine, el oleaje llegaba hasta el borde del lienzo y los espectadores pensaron que podría desbordarse. Igual que el pardal que tras hacer una fila mítica que rodeaba el Diana se sumergió, sobrecogido, en el Pacífico, pensando que sólo una flecha de la Diana Cazadora del mural que rodeaba la pantalla podría abatir al tiburón. Pero con el tiempo, lo de menos ya son los sustos, sino el baño profundo. Nunca te bañarás dos veces en la misma película.
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