Somos también cómo nos miran desde fuera. Hay un parte de la patria que es una aportación de los que nos vienen observando desde hace ... siglos. España, lo español, los españoles, les debemos parte de nuestro ser al reflejo que nos devuelve el hispanismo. Aquellos que nos han leído, escuchado, filmado, pintado, fotografiado, contado. A veces en momentos trágicos, de pulverización de todo. A algunos, nuestra vida les costó la suya. Se internaron en nuestra cultura, en nuestro espíritu. En nuestras guerras civiles. Y no sólo llevados por un interés doctoral o periodístico. Sus conclusiones nos han ayudado a sobrevivir. Conozco a varios. Somos parte de ellos y de ellas. Y, recíprocamente, nos resultan imprescindibles para entendernos entre nosotros. Traigo aquí hoy 12 de octubre una secuencia extraordinariamente española, una de las más hermosas que recuerdo, localizada en una película y... ¡en Oxford!: la secuencia de la cena universitaria de 'El último viaje de Robert Rylands' (Gracia Querejeta, 1996). Se trata de una high-table; una cena con todo el decanato presidiendo el comedor. El más veterano, el decano Hume (nombre, ya de propio, con eco filosófico), preside con apetito, sed (de vino blanco) y un humor muy british. Es el actor Maurice Denham, de 87 años, que ha sido todo en el cine, el teatro, la televisión y la radio inglesas. Pues sabiendo Hume –y Denham– que hay invitado a la mesa un joven profesor español, Juan Noguera (Gary Piquer), recién incorporado al claustro, exclama, como sorbiendo, aspirando y suspirando –al mismo tiempo– el topónimo, pero más bien el nombre o el poema: «Spain!...»; y en solución de continuidad, con las manos cruzadas, casi en gesto de oración, separando y cincelando cada palabra, sale por Quevedo: «Polvo... será... más polvo... enamorado». Y cierra con una especie de pequeño aplauso, conclusivo. Como sin en esos versos del soneto se encerrara nuestra entraña. No es una simple cita de hispanista erudito, para abrumar al nuevo profesor de español, no; no está dicha como comodín o tópico, no. Hume tiene casi noventa años y sabe, en su fuero interno de académico y de ciudadano del siglo XX, por qué al pronunciar Spain!, como lo pronuncia, está respirando toda su memoria de nuestro país; una memoria entre lírica y trágica; está verbalizando la España que él, desde la distancia geográfica pero desde la proximidad, la intimidad, de sus poetas, vio cómo dejaba de ser; la que se perdió después de tantas fracturas y desastres: la España que se hizo cenizas, polvo, más siempre polvo enamorado. Spain!, en la voz de Hume, de Denham, es un anhelo. El decano, una institución, observa al joven spanish teacher y contempla la España de los años noventa. Y en su persona ve el presente y el pasado. Y el pasado del pasado. Llegando hasta la óptica quevediana. Crítica y bellísima. Culta y medular. Noguera, ingenuamente, para demostrar su competencia docente ante tal alta compañía comete un gran error y dice que ese verso es de Quevedo, como si Hume no lo supiera y no conociera a Quevedo mucho mejor que él. Hume podría ser el mismo Quevedo. Al poco, entra en la mesa, por una puerta lateral, como los actores Robert Rylands, otro senior de Oxford, y lo primero que hace es pedir vino. No cualquier vino. Exige un Rioja. Una vez servidos, Rylands empuja sin querer (?) la copa de Rioja y se derrama sobre un mantel blanquísimo. Y Hume no tarde un segundo en llevar su índice y su corazón a la mancha. Pues hoy yo celebro esa España suya y esa España nuestra; la del polvo enamorado; aquella cuyo nombre sorbo, suspiro y aspiro al decirlo. España como anhelo. La patria de la camisa blanca de nuestra esperanza por bandera. La que miran y aman por dentro los hispanistas, nuestros «compatriotas», que leen nuestro porvenir en los posos del vino derramado y humedecen sus dedos en él para aplicarse su mosto y su perfume en la frente, invocando la suerte. Gaudeamus igitur.
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