Para los que crecimos en los años sombríos de mediado el siglo XX, el cine era una fábrica de sueños. Cuando la televisión daba sus ... primeros pasos y era un artículo de gran lujo –la primera televisión que vi fue en Bayona, en una excursión del colegio, a los diez años–, que arremolinaba en los escaparates del ramo a curiosos por observar aquel invento, el cine era la mejor manera de ver y vivir otras vidas, más fascinantes que las de aquella España en blanco y negro que estaba comenzando a salir de la autarquía pero que todavía llevaba grabado en su piel el sino de la primera posguerra: cartillas de racionamiento, estraperlo, el «no sabe usted con quién está hablando» y las numerosas prohibiciones que jalonaban la vida diaria.
En el cine, los problemas desaparecían; aquel cinemascope incipiente y el fulgurante technicolor eran, por sí mismos, un espectáculo luminoso que te trasladaba a otros mundos antes sólo imaginados en los adolescentes libros de Bruguera y en tebeos y cuentos de peseta. A pesar de la censura y de la calificación religiosa de las películas –1 era para todos los públicos; 2, para mayores de catorce años; 3, para mayores de veintiuno; 3R para mayores con reparos y 4, gravemente peligrosa–, que hoy sonrojarían a un niño, nadie podía quitarnos el viaje al país de los sueños que suponía cada sesión del cinematógrafo.
Los cines eran lugares de descubrimiento. Para mis once años, poner cara a Aquiles, Héctor, Ulises, Helena de Troya..., en la película de Robert Wise, aunque fuera sentado en las escalerillas de último gallinero del Moderno, era una experiencia casi mística; o galopar por el oeste americano en el Bretón, en aquellas sesiones dobles que cubrían la tarde; y, en la adolescencia, cruzar las vías del tren para ver, en el Olimpia, 'El hombre de río' e imitar luego el andar seductor de Belmondo; o, en las matinales del Frontón, asombrarse, por primera vez, con los gritos histéricos de las fans de Mochi, Micky y los Tonys en ¡Megatón Ye-Yé'... Sí, los cines eran lugares de descubrimiento; hasta del amor, entonces muy penalizado, que descubrían las parejas en sus besos de la última fila, o los espectadores jovencitos en los rizos rubios y la sonrisa de Hayley Mills en 'Tú a Boston y yo a California'.
Y aquel primer y novedoso cineclub del colegio, dirigido por el añorado Manuel de las Rivas, que nos enseñaba a descubrir la cultura, escondida en las cintas y ausente en los pasillos del lóbrego internado.
Sí, el cine era más que una diversión, más que un bello espectáculo de fin de semana. El cine nos enseñó a varias generaciones que, a pesar del brumoso lubricán que nos envolvía, nadie podía robarnos el mundo de la imaginación; y que la vida podía ser maravillosa.
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