

Vivir en lo más alto de La Rioja
Los áticos de La RiojaPor las nubes ·
En El Horcajo, San Andrés, Santa Marina o Lumbreras viven los irreductibles riojanos que capean los inviernos a una cota de 1.200 metrosSecciones
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Vivir en lo más alto de La Rioja
Los áticos de La RiojaPor las nubes ·
En El Horcajo, San Andrés, Santa Marina o Lumbreras viven los irreductibles riojanos que capean los inviernos a una cota de 1.200 metrosLos áticos tienen un tirón especial en el mercado inmobiliario de las ciudades. Altura, vistas, tal vez una terraza, sol y ventilación los convierten en ... joyitas demandadas y altamente cotizadas. Cuanto más alto, mejor. O tal vez no. Porque las azoteas de La Rioja son lugares luminosos, que desprenden el encanto de otros tiempos, pero que apenas cuentan con el compromiso vital de un grupo de irreductibles que hacen de su día a día una cotidiana heroicidad, una lucha más contra el olvido que contra las circunstancias, una oda al laborioso quehacer diario pespunteado por el barullo de los fines de semana y el ajetreo de unos veranos que se apagan demasiado rápido.
Los áticos de La Rioja se dibujan sobre la cota de los 1.200 metros con la contundencia de su piedra asociada siempre a la madera, que es calor del previsor y garantía de supervivencia en el invierno. Allí se vive de verdad en altura. Asomado, por ejemplo, a la torre de La Redonda, usted podría aspirar a una vista desde 442 metros de altura.
Diariamente, Pablo Gómez se despierta en El Horcajo a 1.296 metros. Él, su hermano Juan y su cuñada son los riojanos que viven más cerca del cielo, en esta aldea de Lumbreras donde el ritmo lo marca el sol, el ganado y el quehacer cotidiano. «¿Aburrirse aquí? Siempre hay cosas que hacer. ¿Has visto el pueblo sucio?», pregunta con una sonrisa Pablo. Y no cabe más que darle la razón.
Sus cuatro calles están bruñidas y la madera se apila en asombroso orden. Mucha todavía para esta época del año. «¡Si ha nevado dos veces y poco! Antes la nieve aguantaba desde Todos los Santos hasta marzo. Había que hacer camino para ir a la escuela», recuerda Pablo. Caminos que eran trincheras en el hielo por donde correteaban una docena de chavales que acudían con la maestra, en una aldea con cura y puesto de la Guardia Civil. No volverán esos tiempos y el futuro de El Horcajo, como el de otras tantas pedanías, aldeas y municipios, está en entredicho. «Yo también pensé que iba a ver desaparecer el pueblo, pero aquí estamos. Y a mis nietos les encanta subir. O puede que venga alguien», indica Pablo Gómez con una pizca de esperanza de que ese rincón no acabe arrumbado en el olvido. «Tengo casa en Logroño, pero nací aquí y eso tira», justifica. Hay una razón sentimental que él no describe con palabras, sino con un ejemplo:«Conocí a un portugués que vivía en Oyón. Todos los viernes terminaba de trabajar y cogía el coche para irse a su pueblo. Volvía el domingo por la noche y el lunes estaba en el tajo otra vez. ¿Por qué?Porque era su pueblo».
Una cadena invisible de responsabilidad para él y también para los cuatro vecinos de Santa Marina, que resisten a 1.243 metros «en un pueblo que nunca ha estado deshabitado, pero nos ha costado mucho conseguir las cosas», apuntilla Chuchi Domínguez, uno de sus veteranos vecinos, junto a los hermanos José Luis y Marino, y al último llegado, Roberto Calvo, nieto de una lugareña que en 2020 se mudó al pueblo, donde tiene colmenas, ganado y algún rifirrafe con la línea telefónica para que sus proyectos de ingeniería forestal lleguen desde Santa Marina a cualquier lugar del mundo.
Tan alto habitan que, en ocasiones, se les olvida. «Este pueblo es llano, con mucho espacio para pasear. ¡Si no hay casi cuestas!», explica Chuchi, que solo tiene ojos para las elevaciones de sierra La Hez, ignorando que las cuestas han quedado ya atrás, en una carretera necesitada de mantenimiento y nuevo firme. Es el mismo asombro que deben sentir los sherpas del Himalaya cuando cazcalean junto a unos sobrepreparados montañeros alborozados por hollar cimas que ellos pisan casi a diario.
Para Pablo, Marino, José Luis, Chuchi o Roberto la sierra es pura pulsión. Pero para otros vecinos se trata de una elección. En San Andrés, otra de las aldeas más altas de La Rioja, vive desde hace casi un año Jacinto Vidarte, reconocido periodista deportivo y exjefe de prensa de un mito como Alberto Contador. Cuando le llegó la hora de jubilarse, algo dentro le hizo desandar el camino que sus abuelos cameranos emprendieron rumbo al sur. Y eligió los 1.266 metros de San Andrés porque no tenía más opciones. No se ha arrepentido:«Me he sentido muy bien acogido». «Quería esta zona y no había nada, hasta que surgió la posibilidad de comprar aquí. Aunque parezca una contradicción, el gran problema de la sierra es que no hay vivienda. Hay casas cerradas, otras derrumbadas o que necesitan una enorme reforma, pero es imposible encontrar un alquiler», resume. Y así es: en las páginas especializadas, por ejemplo, los únicos dos anuncios de arrendamiento son para un complejo hotelero de a 10.000 euros el mes o el de una casa de lujo a 2.000 de renta. Eso sí que es estar por las nubes.
Pablo Gómez
El Horcajo
Chuchi Domínguez
Santa Marina
Aarón Escalona
Lumbreras
Jacinto Vidarte
San Andrés
«¿Quién va a venir aquí?Si es imposible. Podrían existir oportunidades laborales, pero no hay alquileres. Las instituciones tendrían que moverse más para atajar ese problema», asegura Vidarte, el más joven de los cuatro vecinos de San Andrés, que eso sí, recuerda con sorna que ya puede disfrutar de una recién inaugurada pista de baloncesto en la pedanía de Lumbreras, ya que «como había subvención...».
Precisamente Lumbreras es la 'capital' de la altura riojana, a sus 1.182 metros. Allí pasan el invierno una treintena de vecinos, muchos de ellos bautizados en la majestuosa iglesia de San Bartolomé, pero otros llegados desde la otra punta del mundo. El venezolano Aarón Escalona regenta el bar-restaurante 'La Iregua'. Su hermano Carlos llegó hace unos años a Ortigosa y él, siguiendo el ejemplo, hizo las maletas desde Valencia (Venezuela) y encontró al otro lado de la N-111 su lugar en el mundo. Además, trajo a sus hijos. Y creó un empleo para la colombiana Silvana Alemán, que también se ha radicado con sus pequeños. Cuatro voces infantiles con acento sudamericano que alegran la localidad y hacen olvidar el frío.
«Es un sitio tranquilo, donde me he sentido muy querido e integrado desde el primer momento», dice Escalona. «La verdad es que todos han sido un encanto», abunda Alemán. Desde el bar se está dinamizando la vida social de un municipio que no quiere resignarse a ser un lugar de veraneo.
Brilla un extraño sol de febrero y solo en algún nevisquero se la nieve. Para los paseantes toca poner rumbo al valle e ir dejando atrás la sierra y a sus habitantes, que se niegan a ser robinsones y que siguen reclamando servicios y cuidados a la altura de la altura en la que habitan.
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