Calimochos de vinagre
«Todos gritaban: ¡A Filippo Argenti! Y el iracundo espíritu florentino se atacaba a sí mismo con los dientes» (Dante, 'Divina Comedia', Infierno, canto VIII)
Odiar pudre el alma y, lo que es peor, resulta aburridísimo. La gente que odia se vuelve odiosa porque en el vinagre no suele haber ... ingenio ni chispa, solo caras largas, amargura y estreñimiento. De todos los pecados capitales, la ira es el menos atractivo. ¡Nada que ver con la lujuria, la gula o la pereza! Uno puede comprender, en todo caso, el odio concreto, punzante y ocasional, hacia alguien que le ha hecho una guarrería. A Dante Alighieri su vecino Filippo Argenti un día le dio un patadón montado a caballo y el poeta –¡privilegios de la pluma!– lo condenó para toda la eternidad a sufrir tortura en el círculo V del infierno, en cuyo pantano se cuecen a fuego vivo los iracundos.
Alguna vez he escrito que no me gusta la reglamentación de los «delitos de odio» porque creo que la libertad de expresión debe llegar incluso hasta las inhóspitas playas del rencor y no me parece oportuno que el Código Penal se nos llene de conceptos indeterminados y abstractos, imposibles de medir. No hace falta pagar multas: la mayor condena del que odia es ser él mismo, vivir una existencia triste y mezquina, asaltada por enemigos muchas veces imaginarios.
Por eso me dio tanta pena ver a unos cuantos jóvenes que cantaban, en el cohete de las fiestas de Calahorra, «Pedro Sánchez hijo de puta». Un insulto así no descalifica a quien lo recibe, sino a quien lo pronuncia. Lo mismo sucedió el otro día en un campo de fútbol. ¿Qué sentido tiene gritar eso en plena celebración? ¿Qué necesidad hay de convertir las fiestas en un enfrentamiento civil? ¿O es que no habrá jóvenes, tal vez botando a su lado, que crean que Sánchez es un buen presidente o, en todo caso, mejor que el que nos puede llegar si esos vocingleros triunfan? ¿Qué quieren esos insultones? ¿Pegarse con los otros?
En artículo publicado en 'El País', el escritor Ignacio Peyró añoraba los tiempos británicos en los que, para encontrar el insulto, había primero que retirar siete capas de ironía. Había ahí un juego de inteligencia del que participaban tanto el emisor como el receptor. Esa batalla está perdida y no hay que esforzarse mucho para encontrar culpables en cascada: los políticos, los periodistas (y pseudoperiodistas), las familias, el sistema educativo. Todo eso, batido por las redes sociales y servido en vídeos de medio minuto, está convirtiendo el cerebro de algunos jóvenes en un sonajero.
Uno puede e incluso debe criticar al Gobierno (¡a cualquier gobierno! ¡a cualquier partido!), pero un insulto tan gratuito y ruin es siempre una derrota, una confesión de que en el tarro hay mucha más ferocidad que ideas, meras interjecciones vacías, peligrosas como bombas olvidadas de la guerra civil. Y, en el caso concreto de Calahorra, supone además una malversación de la fiesta.
Chavales: reid, bailad, bebed calimochos alegremente, abrazaos, disfrutad lo que podáis, votad lo que queráis y dejad de corear insultos como papagayos amaestrados en TikTok. El odio no es divertido, sino un virus que va comiéndose las neuronas hasta dejar el cerebro hecho un erial.
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