Incendiando el lenguaje
Gacetilla de un tipo confinado (XIX) ·
El tibio sol de la tarde de ayer rompió el ritmo desangelado de los días grises y descubrí una novela en los ventanales de las casas de enfrenteLos días se repiten monótonos y por eso desde mi escritorio me asomo con descaro a las vidas de mis desconocidos vecinos. El sol de la tarde se resbaló ayer por la pequeña colección de ventanas que diviso desde mi alcoba pero que apenas dejan entrever el interior de la existencia de cada cual: un escritorio con cuartillas en el tercero, la cama que siempre está deshecha en el segundo o las persianas opacas de las casas deshabitadas. A veces se adivina un rostro, una silueta que se camufla detrás de una sombra o alguien que se deja ver a ciencia cierta para contemplar la misma calle vacía de siempre. Por eso me da por rumiar e imagino a mis vecinos como personajes de la Rayuela de Julio Cortázar: Horacio Oliveira vive con la Maga y el pequeño Rocamadour en el segundo; Manuel y Talita en el quinto y en la casa deshabitada, Perico Romero, el filósofo español «necesitado de certezas» y la vidente Madame Léoni, que siempre que le estudia la mano a alguien «anuncia viajes y sorpresas».
Sin duda, la habitación desordenada es la de Horacio y la Maga. Un espacio en el que un «bidé se va convirtiendo por obra natural y paulatina en discoteca y archivo de correspondencia por contestar, melodías de Schubert y preludios de Bach, o tolerando 'Porgy and Bess' con bifes a la plancha y pepinos salados».
Hasta que por fin me doy cuenta de que esa anarquía que mezcla «un plato de fideos recalentados, con vino, cerveza y limonada», no es la habitación de ninguno de mis desconocidos vecinos –a los que pretendo convertir en personajes novelescos– sino fruto de mi letargo de precaria estabilidad en este estado de alarma virológica global.
Cuando acabe el encierro llamaré a mis vecinos del segundo y les contaré que fantaseé con el desorden de su cama sin hacer
Leí Rayuela en el instituto y me entusiasmó la orfebrería de sus palabras: «El escritor tiene que incendiar el lenguaje, acabar con las formas coaguladas e ir todavía más allá». Sin embargo, ahora casi no puedo con ella, a pesar de la hermosura de la Maga en su ventana «con el gris cielo posado en una mejilla, las manos teniendo el libro, la boca siempre un poco ávida y los ojos dudosos».
Cuando termine este cautiverio la pienso leer de nuevo, llamar a mis vecinos del segundo y contarles mis fantasías de la encerrona para que al fin se den cuenta de que los paisajes cotidianos y predecibles están llenos de sujetos banales y dudosos como yo.