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Quien más y quien menos recuerda cómo no hace tanto tiempo las familias se juntaban en las casas para preparar los chorizos que, uno a uno, iban elaborando para el posterior disfrute. Una costumbre que comenzaba con la matanza del cerdo, en los meses de invierno, en muchas ocasiones coincidiendo con la festividad de San Martín (11 de noviembre).
Después de esa jornada que antaño se convertía en toda una fiesta, se disponían las piezas reservadas para la futura chacina. En el interior de los hogares, sobre todo en las cocinas, se acometía una tarea que ha pasado de generación en generación hasta que la inevitable modernización ha ido desterrando de las casas esta tradición.
La carne bien picada se introducía en un gran barreño. Se añadía una buena cantidad de sal, ajo batido y pimentón. Las manos afanosas y veteranas, sobre todo de las abuelas, se encargaban de remover incansablemente hasta que quedaba una mezcla homogénea. Posteriormente, y en algunos casos ayudados por una máquina de embutir, una a una se iban rellenando las tripas de cerdo, que se cerraban con cuerdas, lo que ayudaba a dar su forma curvada. Como paso final, con agujas salmerillas se sacaba el aire que hubiera podido quedar en el interior. Las rastras (ristras o sartas) se colocaban en invierno colgadas de palos en los altillos de la casa, al principio con las ventanas cerradas para evitar las oscilaciones de temperatura y humedad y lograr su correcto secado. Incluso había quienes encendían lumbre en el altillo para lograrlo. Ahí permanecían mínimo un par de meses.
Así fue como Catali Espiga, abuela y bisabuela de quienes hoy están al frente de Embutidos Olga, comenzó a elaborar sus chorizos en Baños de Río Tobía, de donde era natural. En la posguerra se trasladó a Logroño y abrió un pequeño local en la calle El Cristo, hasta que la Plaza de Abastos fue construida y se mudó allí con su negocio. Sus hijos y, después su nieta, heredaron esa manera única y artesana de elaborar chorizos. Desde hace 27 años es posible encontrarlos en Hermanos Moroy, en los bajos del Mercado de San Blas, y bajo el nombre de Embutidos Olga –toma la denominación de Olga Galilea, nieta de Catali–. En el establecimiento, Olga atiende junto a su marido, Francisco Elías, y su hijo Miguel, que conforma la cuarta generación de la familia en continuar con el legado chacinero.
¿Cómo se hace el mejor chorizo del mundo? «Es difícil, porque no lleva ningún aditivo que no sea natural», señala Francisco Elías. La carne procede de cerdos de la raza Duroc criados en la sierra riojana, en libertad. «Eso le aporta mucha más calidad al producto y sabor». En el obrador despiezan la carne a una temperatura constante –sin perder la cadena de frío–. El 80% va para embutidos –chorizo y salchichón–. «También hacemos torreznos, lomo... que luego vendemos en tienda», comenta su hijo.
Al día siguiente pican la carne y se adoba. Para el adobo emplean pimentón de la Vera –hacen un chorizo más picante y otro normal– y el ajo fresco que añaden al picado pertenece a la IGP de Las Pedroñeras, el único bajo el sello de la Indicación Geográfica Protegida. A la mezcla le añaden sal fina y seca. Esa mezcla permanecerá otras 24 horas en la cámara, a una temperatura que va de los cero a los tres grados, «para que coja bien los sabores del pimentón y del ajo y se filtre bien la sal», explica Miguel.
Una vez transcurrido ese tiempo, se embute. Cuentan con maquinaria y tecnología que ayudan a picar y amasar de manera homogénea la carne –«buscamos el empedrado característico del chorizo riojano», subraya–, pero también a embutirla «al vacío. Antes había que pinchar los chorizos para eliminar el aire y con esta máquina ya no es necesario». Y finalmente grapan los chorizos.
En Embutidos Olga cuentan con secadero propio, profesional, donde reposan -«en un invierno perfecto»- los chorizos que van elaborando. «Es complicado curarlos sin que lleve ningún aditivo no natural, ningún conservante ni colorante», menciona Francisco Elías. En él secadero permanecerán un par de meses, aunque son claves los primeros días. «Una vez que metemos los chorizos ahí, es muy importante controlar la humedad, para que no se resequen, sobre todo», comenta.
No obstante, explica que, antes de introducirlos en el secadero, suelen dejarlos una noche «tirando la gota»; es decir, «que el aire del secadero no le cierre el poro a la tripa y que tire la humedad; es importante», hace hincapié.
Y de ahí, se instalan bien ubicados en la correspondiente hilera, para una mejor localización y control. «Nuestros chorizos tienen un calibre más ancho que el comercial y necesitan un mayor tiempo de curación. Por ese mayor grosor son más difíciles de curar».
En un día largo, uno solo puede llegar a hacer 2.000 kilos. Porque la distinción como mejor chorizo artesanal del mundo ha traído consigo un aumento de la demanda. «Ahora mismo estamos experimentando un 'boom', con un 50% más de venta. El premio ha tenido mucha repercusión», reconoce.
El legado familiar tiene su continuidad en Miguel Elías, que tras acabar sus estudios se volcó en el negocio. «Mi infancia la recuerdo aquí y me encanta», constata.
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