El cocinero silencioso
Conocí a Pablo Stefanini hace muchos años. Estaba en el Palacio de Azcárate en Ezcaray (tras llegar de sus primeros pasos en Navarra) y desde donde pasó a Venta Moncalvillo con los hermanos Echapresto cuando conseguir una estrella Michelin parecía un sueño imposible. A Pablo no le gusta hablar, es uno de esos cocineros que se esconde tras su mandil y se hace invisible a los periodistas. Es tan humilde que le avergüenza que le digan que es el segundo del equipo del Ignacio Echapresto -«soy uno más de la cocina», advierte-. Pero detrás de esa humildad se esconde un cocinero mayúsculo, un tipo que destaca por su oficio y su sensibilidad del que no para de hablar con inmenso respeto su compañero, jefe y amigo Ignacio Echapresto. Además, Pablo Stefanini no se puede comprender a sí mismo con lo que significa Venta Moncalvillo y Doña Rosa García, la progenitora de los hermanos Echapresto, a la que llamaba su «madre española». En el festival Mama de Ezcaray, el propio Ignacio mostró una receta que había elaborado Pablo en su memoria. Pablo estaba allí y no quiso abrir la boca. Su homenaje era gastronómico, la cocina era su palabra, su gramática para expresar el amor que sentía por una mujer con la que había conectado desde el primer día que llegó a la cocina de Daroca. «Cuando aparecí por la cocina estaba trabajando. Era una señora todo corazón, todo esfuerzo. Me ayudó mucho y la echo mucho de menos», me dijo hace unos días en una de las mesas luminosas del comedor de Venta Moncalvillo antes de participar en la semifinal del Campeonato Cocinero del Año. Si uno se asoma a las redes de Pablo aparecen volcadas sus máximas ilusiones, la cocina y su familia. Un cocinero silencioso que trabaja codo con codo aprendiendo cada día y mejorando en cada pase. Ahora tiene un reto mayúsculo por delante. Aspira a ser el mejor de España, pero eso no le importa mucho porque la realidad es que lo que Pablo sueña es ser cada día un poquito mejor cocinero.