Las palabras a veces no sirven, son palabras. Las palabras entonces estorban, son palabras. Qué son entonces las palabras que sobran, no son palabras, son ... como manchas en el papel, como ruido. La palabra silencio, por ejemplo, no debería existir; ninguna palabra que traicione lo que importa debería. La palabra libertad, sin ir más lejos, según en qué boca, es una jaula. Y la palabra abrazo, sin abrazar a nadie, una traición.
Juan Mayorga es un maestro de las palabras siendo, como confiesa, aprendiz del silencio. El silencio fue el tema de su discurso en la Academia de la Lengua, ese lugar que limpia, fija y da un supuesto esplendor: «El silencio nos es necesario para un acto fundamental de humanidad: escuchar las palabras de otros. También para decir las propias». Las palabras mejores no solo visten el pensamiento, son parte de él.
Esas son las imprescindibles. Pero, de las miles de palabras de 'Los yugoslavos', no todas son indispensables. Solo algunos fragmentos de este texto hacen justicia al dramaturgo y filósofo digno de escuchar cuando habla y también cuando calla: «Yo lo oigo, mucho ruido dentro de ti. La vida no puede ser solo llenarse de ruido. Ruido de animal dentro de la ciudad, dentro de ti. (...) Tú tienes esperanza, cada día más esperanza. Quieres que lo que hay sea verdad. Que todo esté ocurriendo realmente. Que todo sea verdad. Ni estás triste ni tienes miedo. Cada día más esperanza».
¿Son acaso estas las palabras mágicas para el dolor del alma? ¿Son esas las palabras que decir a alguien para quien ya nada tiene sentido? Yo no encuentro muchas más en esta historia de una mujer rota –quizás por un ruido parecido a la soledad o al silencio–, esta historia del hombre que ha perdido a esa mujer como ancla, de ese otro hombre al que pide un conjuro para hacerla volver –las palabras justas y necesarias– y de una joven con poco más que decir.
Mayorga extravía a esos cuatro personajes en laberintos que dan vueltas y vueltas en torno a un bar extraño y a un hogar vacío de amor. Sin un norte a la vista y con el mapa de un mundo excesivamente propio y cerrado, peca de ensimismamiento en una parábola demasiado abstracta sobre lugares que no existen: «Mucho tiempo llegando a lugares equivocados».
Javier Gutiérrez y Luis Bermejo, actores siempre fuera de lo común, parecen aquí dos tipos corrientes perdidos en diálogos cansados. Alba Planas pasa casi desapercibida y Marta Gómez, sin apenas texto, tiene que limitarse a cambiarse de zapatos, deambular con tristeza y romperse sin lágrimas en un grito sordo de Munch.
Todo se concentra ahí en este ejercicio de estilo que, queriendo enfatizar el poder de la palabra, no logra transmitir la calidez callada de un abrazo. Cuando el silencio se hace carne.
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