Mañana radiante, primavera veraniega. Huele a pan en las aceras, en las terrazas vermú. Los niños en los columpios, los viejos qué viejos son. Los ... diarios, con sus bombas, naufragios y miserias, no molestan demasiado si permanecen cerrados sobre la mesa. Domingo perfecto en el jardín de las delicias.
La felicidad es un cuarto de hora sin que nada ni nadie te toque las narices. Pero el paraíso terrenal no alcanza para todos; es así como funciona el tinglado: a base de desigualdad, explotación y a mí qué más me da. Para que unos gocen arriba los placeres de la vida, en la parte soleada, tiene que haber abajo millones con la mierda al cuello soportando un mundo de otro modo insostenible. Por cada quince minutos de los tuyos, mil desgraciados picando piedra para que tú respires. El resto del tiempo eres uno de ellos.
Para eso se han inventado el descanso semanal, los gintonics y la televisión a la carta, para aliviar la presión de la olla donde nos engañan a fuego lento como a caracoles. Y así, tan ricamente, no percibimos lo que ocurre: asistimos a un cambio de era en la que hemos dejado de ser los humanos que fuimos. El siglo XXI ya se va mereciendo un tango más mordaz que cambalache: La guerra es la paz, la libertad es la esclavitud y la ignorancia es la fuerza. Ya se ha cumplido la vieja profecía de Orwell en el Ministerio de la Verdad de '1984'.
Fracasadas las utopías y superada cualquier distopía, nuestro momento ha llegado, la era de la idiotopía
Profecía pesimista (realista) de un futuro que ya está aquí y un mundo dividido en estados totalitarios y democracias resignadas a ser el menos malo de los sistemas de gobierno, viciadas por un totalitarismo superior llamado capitalismo disfrazado de neoliberal, donde, en todo caso, los ciudadanos se ven sometidos a un constante e implícito lavado de cerebro para creer que están en el mejor lugar posible. Un mundo, como en la Oceanía orwelliana, en el que el desarrollo tecnológico proporciona ese falso edén, la satisfacción de todas las necesidades materiales. Pero el poder político y económico mantiene interesadamente las desigualdades y la pobreza para legitimarse y sobre todo para justificar la omnipotencia y la omnipresencia del gran hermano. Si en el pasado la dictadura era la garantía de la desigualdad, en Oceanía es la desigualdad lo que garantiza la dictadura y hoy la democracia es la distopía: una falsa igualdad en un supuesto régimen de libertad en el que la convivencia se basa en algo muy simple, ser idiotas.
La etimología de la palabra idiocia proviene del griego antiguo (idiotes), que se refiere a un individuo privado, que no se involucra en la vida pública ni en asuntos políticos. El significado de idiota evolucionó con el tiempo y en la actualidad se usa para describir a una persona con una deficiencia mental profunda. Ambas acepciones sirven. Fracasadas las utopías y superada cualquier distopía, nuestro momento ha llegado, la era de la idiotopía.
Alienados por ser idiotas, por nuestra propia inacción, por rendición, por sometimiento, por conformismo; gobernados por cretinos a los que votamos, por mentirosos a los que creemos, por tramposos a los que hacemos el lazo; tolerantes con la intolerancia, civilizados con la barbarie, mansos frente a genocidas; egoístas, insolidarios, cómplices; irremediablemente incultos, groseramente maleducados, complacidos con la vulgaridad; ciegos ante la injusticia como los monos que se tapan los ojos, sordos y mudos; idiotas, peor que idiotas, idiotas felices. Gilipollas perdidos.
La guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza y la felicidad es no tener conciencia. Y seguir como si nada con el vermú del domingo.
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