En 1917 el filósofo Antonio Gramsci escribió su opúsculo 'Odio a los indiferentes' en el que defendía con vehemencia que vivir consistía en tomar partido ... porque quien verdaderamente vive no puede dejar de ser ciudadano, ya que la indiferencia y la abulia son parasitismo y cobardía. La indiferencia, afirmaba, es el peso muerto de la historia.
La denominada sociedad del bienestar no ha sido capaz de construir una sociedad del bienser y sobre la vanidad de lo distinto ha elevado el supuesto silente de que no todas las vidas son iguales ni valen lo mismo desde el autoconvencimiento de que, en cierto modo, cada uno tiene lo que se merece. Por eso la indiferencia se ha convertido en una forma de ser y de estar en el mundo, un muro de lamentable egoísmo que nos blinda contra los gritos de los humillados, tan ajenos a nuestra triunfante cotidianidad.
El periodista Jonás Sáinz, en un artículo titulado 'El jardín de los idiotas', afirmaba que la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza y la felicidad es no tener conciencia. Y seguir como si nada con el vermú del domingo. En efecto, mientras pedimos otra de aceitunas asistimos a la generación del desgénero humano preocupados por urgentes estupideces. Por supuesto que tomar el vermú no es incompatible con tomar partido, salvo que la elección del tipo de vermú sea el gran problema de nuestro descanso dominical, tan apremiante que nos impide ver hasta al trabajador que nos lo sirve. La insoportable indecencia planteada por el presidente de EE UU de querer construir zonas de vacaciones sobre cadáveres de asesinados inocentes sublima la perfección en el arte del asesinato y en la hartura de la indiferencia. En sus delirios de bajeza imagina una Gaza convertida en un complejo turístico con él mismo junto con Benjamín Netanyahu y Elon Musk bebiendo cócteles mientras niños gazatíes recogen billetes en la playa.
En esa estructura seudodemocrática asesina de niños llamada Israel se guarda un silencio que, en otros tiempos, exigió como grito. «Un país no es solo lo que hace es también lo que tolera», refleja una frase a la entrada del museo del Holocausto en Jerusalén. Es cierto que aumentan las voces contra los asesinatos del gobierno de Netanyahu pero, en general, la población israelí vive ajena al sufrimiento en Gaza.
Aquella conciencia mundial de su propio Holocausto se ha diluido entre el sionismo de un gobierno genocida, el victimismo de un Estado agraviado y la obscenidad de una ciudadanía indiferente. Herederos de un pueblo que sufrió el asesinato de casi seis millones de sus antecesores, solo parecen reivindicar las lecciones del pasado remoto ignorando las del pasado reciente. Quienes fueron víctimas de la banalidad del mal parecen aferrarse ahora a la banalidad del «ya tal».
Dicen que quien mata un niño mata al mundo entero. Pero en este caso parece ser que el mundo no estaba muerto, estaba de parranda.
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