En el campo de concentración de Buchenwald cerca de Weimar, la ciudad de Goethe, fueron asesinados unos 50.000 prisioneros durante el régimen nazi. Allí ... estuvo encerrado durante dos años el escritor y político Jorge Semprún quien comprobó cómo desde la valla del campo era posible divisar algunas casas habitadas en las que la vida transcurría con normalidad. Semprún veía a aquellos ciudadanos absortos en sus quehaceres cotidianos y se preguntaba si desde sus ventanas podían apreciar lo que sucedía dentro del campo de concentración. Nada más ser liberado de su encierro, Semprún llamó a la puerta de una de esas casas y cuando sus habitantes creyeron, dado su aspecto, que demandaba comida pidió acceder al interior y comprobó horrorizado que, en efecto, desde allí se veía «todo». Cómo fue posible que la ciudadanía alemana cerrara los ojos ante la barbarie cotidiana de los campos de exterminio nazis es una pregunta que ha superado a su propio contexto histórico y conviene reformularla convirtiéndola en un elemento imprescindible de actual reflexión ética.
Ahora, algunos de los descendientes de aquellas víctimas ejercen como mirones de la matanza en la frontera con Gaza mofándose de los niños muertos. El nuevo turismo de genocidio organiza, por algo menos de mil euros, excursiones en jeep o en barco para disfrutar de los bombardeos. Y tiene su cruel prolongación en el abominable proyecto de Trump y Netanyahu para construir playas, hoteles y restaurantes sobre los cadáveres de sus habitantes masacrados. ¿Cómo aceptaría hoy la callada sociedad israelí la propuesta de un Gran Hotel Auschwitz, un Balneario Spa Treblinka o de un Buchenwald, Ciudad de Vacaciones?
Israel está asesinando deliberadamente a mujeres y niñas con la idea de que el pueblo palestino no vuelva a reproducirse. Se llama femigenocidio. La ONU estima que los ataques israelíes en Gaza matan cada hora a una mujer y a una niña buscando la destrucción física de la población gazatí. Y a ello se añade el exterminio por hambruna que contemplamos desde nuestra desidia insoportable. Si voy por la calle y veo que están golpeando a un ciego y no hago nada, ¿podré llegar a mi casa y ser capaz de mirar a los ojos a mi propia familia? se preguntaba Julio Cortázar, el escritor que entendió que la vida en sí misma ya es un compromiso y al que el plano meramente literario le parecía tan solo eso: «meramente».
Mientras los niños palestinos se alimentan con biberones a base de lentejas partidas diluidas en agua, las teocracias árabes andan escoradas más a la Ceca que a la Meca. Y Europa permanece arrodillada ante un criminal arancelario y sometida a un asesino sin aranceles.
El mundo de ayer ya es hoy preguntándose dónde están los descendientes herederos del genocidio nazi porque el silencio de la opinión pública israelí tiene el significado de aceptar la barbarie. Sirvió para aquel holocausto y sirve para este ya que las fechorías de los malvados seguirán siendo tan graves como el escandaloso silencio de las (supuestamente) buenas personas.
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