Lo que pesa un pijama

De todo lo que ha pasado o se ha conocido en estos últimos siete días, lo que más me fascina es el asunto de la pijamada de Arnedo. Seguro que ya lo han oído, pero se lo cuento aun así: el ascenso de casos que ha llevado al cierre de la ciudad del calzado tuvo su origen en una fiesta infantil durante la Semana Santa. De ahí se propagó por un colegio, y de éste a una treintena larga de casos (y los que siguen apareciendo) y casi un centenar de personas con contacto cercano con ellos.

Uno podría coger el sonoro látigo de la justa indignación y empezar a fustigar arnedanos. Hay que ver, esos padres. Qué cabezas. O también podría acogerse al argumento igual de cierto del cansancio. Tantos meses de pandemia agotan al más consciente, y pocas cosas pesan más que la presión del grupo en ciertas edades. La sienten los niños en proceso de dejar de serlo, y la sienten sus padres.

No, no está bien pasarse las restricciones por el bajo vientre, y las consecuencias son evidentes: ahí va Arnedo, con su quinto cierre perimetral (el tercero particular) y ahí va La Rioja Baja, de nuevo epicentro de la pandemia. Y algunos vecinos deberían hacérselo mirar porque, como decía el propietario de un bar de Arnedo el jueves, pagan todos por lo que unos cuantos hacen.

Pero no estoy, ya digo, para tirar piedras. La de Arnedo no ha sido la única pijamada que en esta tierra ha habido; pocos hay a estas alturas con autoridad moral para señalar el ojo ajeno, y al final la vida es un asunto muy perro. O si no, reflexionen; piensen cuántas veces, en los últimos días, han estado un paso más pallá de la línea de la seguridad total. Ese cigarro compartido con demasiada cercanía; ese terraceo con la mascarilla un poco más colgada de lo habitual; esos adolescentes que uno sabe dónde van... más o menos.

El asunto debería enseñarnos que cuantos menos números compremos, mejor. O que todavía andamos lejos de la zona de fuera de peligro.

Pero también que la seguridad total existe solo en los libros y que lo que uno vive cada día empuja fuerte, pesa mucho y es difícil de regatear.

Mucho más en pijama.

No es fácil justificar la medida que tomó el viernes Sanidad (con el apoyo, ojo, de muchas comunidades) de retrasar su decisión sobre la segunda dosis de AstraZeneca. En realidad, no hay quien lo entienda, como ocurre siempre que el mensaje es a la vez uno y el contrario. O sea: el consenso científico, que Sanidad asume, es que el riesgo de esta vacuna es mínimo en comparación con sus beneficios. Pero a la vez, se nos dice que mejor por ahora no nos ponemos la segunda dosis, no vaya a ser que.

Comprender semejante contradicción está fuera de las posibilidades humanas, como nos decían de niños los profesores de religión cuando preguntábamos por eso de que Dios era uno y tres a la vez. Y aunque no puedo sentir más simpatía por quienes tienen en sus hombros este tipo de decisiones, siempre llega un momento en el que hay que optar por las setas o los Rólex.

Puestos a elegir, uno tiende a pensar que mejor quedarse con el criterio de los expertos que hemos nombrado para que nos asesoren con su criterio de, eso, expertos. Aunque haya elecciones pasado mañana.

Pasan cosas en la política riojana. En el PP, Alfonso Domínguez gambetea con su candidatura diciendo que ahora no toca. Y en el PSOE, Andreu demuestra que mantiene afilada su guadaña de cortar cabezas. Pero aún así, todos andan con un ojo puesto en este martes y en Madrid.

El peso de lo nacional en el voto riojano siempre ha sido determinante. Si Ayuso gobierna y el ciclo de las victorias socialistas parece cerrarse, el margen del PSOE riojano se estrechará. Si Ayuso gana, pero no gobierna, el suspiro de Vara de Rey se oirá en Ferraz.

Toca mirar a Madrid, pues. Entre la esperanza y el miedo.