Perdonen las disculpas' también podría haber sido un buen título para esta columna. Esa frase estaba en el aviso de un ascensor. Me la regaló ... un amigo que la había visto en su bloque. Hoy la tomo prestada porque les voy a relatar tres modestas historias que me han sucedido en el ascensor de mi bloque.
La primera tuvo lugar este lunes, a primera hora, cuando coincidí con una adolescente y su mascota. Ella vestía con el uniforme del colegio y le pregunté si lo llevaba al cole para aprender geometría de perros. Le hizo sonreír mi ocurrencia y me aclaró que iban un ratito al parque. Quise saber cómo se llamaba aquel animalito y la muchacha me respondió que Luna. Advertí, entonces, que era extraño conocer el nombre de la mascota y no el de la dueña y me presenté, la vecina también lo hizo. A los dos días volvimos a coincidir y ya nos saludamos con familiaridad. El miércoles me dejaron a mi nieto Mario, que aún no tiene un año y viaja en su carrito. Así que el pequeño y yo compartimos el habitáculo con otra vecina que enseguida comenzó a interactuar con él. La mujer quiso saber cómo se llamaba esa personita tan sonriente y finalmente ella también nos dijo su nombre. Nos contó que los niños le agradaban porque estaba empleada en una guardería.
Y ese mismo día, ya entrada la tarde, al regresar de dejar al nieto el vecino del séptimo pulsó un botón para esperarme. Le di las gracias y respondió que había que ahorrar energía. Iba en chándal y le pregunté si venía de correr, entonces me explicó que, aunque estaba estudiando, siempre sacaba tiempo para entrenar un equipo infantil de baloncesto. Al llegar al quinto, que es donde vivo, se apartó para dejarme salir y a modo de despedida puso su mano en mi hombro. Fue algo imperceptible pero yo, con mi literatura habitual, lo interpreté como una promesa de protección. Pensé que esa palmadita significaba que su generación pagaría impuestos para mi futura pensión.
Me falta decirles que mis tres protagonistas tienen acento latinoamericano. Por lo que es inevitable que me sienta identificada con mis antiguos vecinos, que treinta años atrás en ese mismo ascensor, escucharon mi acento andaluz. Reconozco que venir a Logroño supuso para mí una gran oportunidad. Aquí me he realizado profesionalmente, he criado a mis hijas y han nacido mis nietos. Es posible que ese también sea el caso de mis tres nuevos vecinos.
Les cuento todo esto porque, últimamente, está de moda la motosierra. Una motosierra que siegue el estado de bienestar. Así que, volviendo al principio, les pido perdón por las disculpas.
Ya que no me voy a disculpar, y dicho sea de paso, por defender los servicios públicos que son el ascensor social de los migrantes.
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