Jamás vi moverse una montaña –y he recorrido unas cuantas–, pero hay algo que todavía me hace creer que, por qué rayos no, podría pasar, ... que, de algún modo inesperable y mágico, las orogénicas leyes de la razón y de la lógica no sean capaces de evitar eternamente lo imposible y lo imposible suceda algún día; hay algo que impide que me vuele la tapa de los sesos por desesperación, y es la fe. Una fe extraña, no la fe religiosa de mis mayores, sino lo poco o mucho que de ellos vive en mí y el deber de transmitirlo, el deber de resistir y empujar hasta que ocurra. En eso creo.
La fe de la que hablo es como el chicle de Nina Simone. ¡Oh, Nina, cántala otra vez! Estira 'Sinnerman' hasta que duelan los dedos de golpear el piano, haz que 'Feeling good' sea cierto y deja que 'My baby just cares for me'. A'int got no... Al igual que tú, no tengo nada, pero tengo esta vida y te tengo a ti y a otros como tú: mis mayores, mis maestros, mis hermanas imbatibles, mis amigos incondicionales, mis compañeras de armas, la gente que lee esto y no me considera un absoluto majadero; gente que quiere que las cosas cambien, gente que quiere cantar. Cántala otra vez, Nina, cántala para nosotros una vez más. Yo estaré pendiente de tu voz y del humo de tu cigarrillo. Estaré aquí abajo queriendo atrapar ese aliento invisible que, sin serlo, nos hace inmortales.
Haré como Warren Ellis cuando saltó disparado de la platea para robar el chicle de Nina Simone al acabar su concierto en Londres en julio del noventa y nueve, uno de los últimos que dio en este planeta. La cantante afroamericana estaba ya al final de su inigualable carrera y de su complicada vida en la Tierra pero seguía siendo una diosa. Desde luego lo era para Warren, el extraordinario violinista y escudero de Nick Cave en The Bad Seeds, semilla de rosas salvajes. Ella, que había combatido el racismo blanco con la música más negra y hermosa, que sufrió en sus carnes los familiares y traidores golpes del machismo, que se convirtió en un tótem indómito exiliado en Liberia y Europa, volvía del olvido para entonar el canto del cisne, para gritar fuerte: Yes!
La eterna intuición de Whitman, albergamos multitudes
Y allí estaba Warren, su ferviente adorador, sentado a cinco filas del escenario del Meltdown Festival, excitado y radiante como si pilotara un sueño sin frenos, cuando su amigo Nick anunció a la Doctora Nina Simone –ella misma había pedido ser presentada de esa manera grandilocuente–. «La gente aplaudía, lloraba, gritaba extasiada. Nunca había sentido tanta energía en una sala. Era inimaginable pensar que estábamos en su presencia. Esos momentos que no crees que sean reales. Cuando sabes que la vida nunca volverá a ser la misma». ¿Ya he dicho que la adoraba? También yo.
Al sentarse ante el Steinway, con movimientos lentos y torpes, Nina no parecía muy a gusto, más bien enojada. Miraba al público sin sonreír, con un gesto de cansado desafío, mientras fumaba y mascaba chicle de forma vulgar. Algo en ese detalle –el chicle, su incongruencia poética– a Ellis le resultó absolutamente fantástico. «A mí me pareció una prueba tangible y masticable de la eterna intuición de Whitman de que albergamos multitudes».
Albergamos multitudes, esa es una expresión del legado del que hablo. La gran Nina Simone en realidad era entonces una mujer enferma, una celebridad en el ocaso que exigía champán, coca y salchichas en el camerino. Pero sus canciones y su voz atraviesan generaciones con la luz de las estrellas muertas que seguimos viendo brillar. Y, ese día, cuando ella empezó a cantar, el mundo se detuvo a escuchar aquel clamor de siglos procedente de lo más profundo de las selvas vírgenes, de la miseria inhumana de los barcos negreros y de lo más sangriento de los blancos campos de algodón: Yes, coño, yes! Sí, joder, esas son las multitudes que albergamos con la dignidad de los derrotados.
Warren, quizás el único en aquella multitud que había reparado en el chicle, vio cómo Nina se lo sacaba de la boca y lo pegaba en la parte de abajo del piano. En todo el concierto no dejó de pensar en esa cosa. Así que en cuanto acabó, en cuanto ella dio media vuelta y se largó de allí para siempre, cuando todavía no habían cesado las ovaciones y los gritos de entusiasmo del público, se lanzó a por aquello. Lo despegó de la madera, lo envolvió en la toalla que la cantante había empleado para secarse el sudor y se lo llevó como si fuera un fetiche secreto.
Durante veinte años, sin saber muy bien qué hacer, Warren conservó aquel vulgar pedazo de goma de mascar que para él poseía aura de talismán. No se separaba de él por temor a perder su influjo. Lo ocultó entre libros, le hizo un altar, volvió a guardarlo en un cajón seguro, lo llevaba en su maletín durante las giras... Incluso llegó a darlo a una joyera para que le fabricara un réplica en plata que cuelga de su cuello. Es bonito, tiene una curiosa forma parecida a África o a un corazón maltratado. Hasta que un día, tiempo después de que Nina Simone volase a las estrellas, escuchando uno de sus discos, comprendió que no era el chicle ni la joya ni ninguna otra reliquia ni nada que podamos ver lo que guarda su fuerza, sino creer la historia. Dar un salto de fe. Hacer que ocurra lo imposible.
La fe, que yo sepa, no ha movido montañas todavía, pero yo, el mayor de los escépticos, daría ese salto. No tengo nada, Nina, ni fe me queda, pero tengo esta vida para intentarlo.
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