El mensaje no fue tranquilizador en absoluto. Llegó a la plataforma de comunicación entre el colegio y las familias. «Me pongo en contacto con vosotros ... para comunicaros que ayer di positivo en COVID. Tuve bastante fiebre y sigo recuperándome desde casa. Por el nuevo protocolo, y aún teniendo síntomas parecidos a una gripe, aunque ya sin fiebre, no me dan la baja y debo ir mañana a trabajar. Creo que es mi responsabilidad avisaros para que desde casa recomendéis a vuestros hijos e hijas, si os parece apropiado, el uso de mascarilla en clase hasta que la situación revierta. Por mi parte, desde luego, la llevará constantemente y cumpliré escrupulosamente las medidas de distancia con ellos hasta que mejore».
Desde el pasado mes de abril, en ese proceso de gripalización que entre todos estamos completando, las mascarillas dejaron de ser obligatorias en interiores tras casi dos años de rostros cubiertos con alguna que otra excepción: los trabajadores y visitantes de centros, servicios y establecimientos sanitarios; los empleados y las visitas de los centros sociosanitarios (no sus residentes); y en el transporte público.
También se endureció el acceso a una baja laboral por COVID de forma que para los positivos confirmados que no tengan relación con ámbitos vulnerables se recomendaba, siempre que sea posible y en caso de que no sea susceptible de una incapacidad temporal por su sintomatología, el teletrabajo o readaptación del puesto para no interactuar con grupos vulnerables.
Durante meses, los alumnos (que ahora no se consideran grupos vulnerables) vieron a sus profesores a través de una pantalla. Cuando regresaron a las aulas y hubo contagios, los que daban positivo se conectaban a clase con el resto de sus compañeros. Quizá se tendría que estudiar la fórmula inversa, la de que el profesor pudiera dar clase desde casa. No parece lo más sensato obligar a un positivo confirmado a compartir una hora con un aula con 25 niños.
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