Están echando brea en la carretera comarcal NA-134, entre Lodosa y Mendavia. Hay siete u ocho camiones parados en el carril izquierdo de la calzada. Los operarios que ordenan el tráfico, con sus gorros y sus chalecos reflectantes, soportan un sol justiciero. Las colinas acres y despeluchadas parecen el decorado de una película del Oeste, aunque por abajo se intuye la presencia benéfica del río Ebro, que serpentea perezosamente convirtiendo sus riberas en un oasis verde punteado de chopos y huertas.
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Trece enormes arcos cruzan un campo lleco y acaban desmoronándose en un rosario de imponentes pedruscos. Junto a la carretera, una señal verde indica que acabamos de entrar en la comunidad autónoma de La Rioja. Al fondo, más allá del río, se aprecia la pacífica silueta de Alcanadre.
Al final del camino, junto a una pequeña central eléctrica, un cartel cuarteado por el sol informa de que el visitante acaba de contemplar los restos de un acueducto romano. Aunque por aquí le llaman el 'puente de los moros', se trata en realidad de una colosal obra de ingeniería construida en tiempos de los emperadores Trajano y Adriano (siglo II). El acueducto servía para transportar agua desde la unión de los ríos Linares y Odrión hasta la ciudad de Calahorra (Calagurris Nassica Iulia). La construcción original cubría 30 kilómetros de distancia y se apoyaba sobre 108 arcos. Uno puede hacerse una idea cabal de su magnitud al recorrer con asombro los trece arcos que aún quedan en pie. Su grosor, mucho mayor que el de otros acueductos, se explica por la necesidad de cruzar el caudaloso río Ebro y de protegerse contra sus frecuentes crecidas.
Caminando junto al acueducto de Alcanadre, uno no solo reflexiona sobre la capacidad constructiva de los ingenieros romanos, sino también sobre el milagro que supone que algunas de estas portentosas reliquias hayan llegado hasta nosotros. Han sobrevivido a guerras, tempestades y sequías; y, lo que resulta más admirable, han superado siglos de incuria y de desdén. En Calagurris, la ciudad romana más importante de La Rioja, patria del pedagogo Quintiliano y sede de una de las diócesis más antiguas de España, un pared curvilínea junto al parador de turismo es el único testimonio de lo que alguna vez fue el monumental circo romano. La espina en torno a la cual daban vueltas las cuádrigas se ha transformado hoy en la médula arbolada que divide el paseo del Mercadal.
Junto a la plaza del Raso, hay carteles que anuncian el Museo de la Romanización. Ocupa un bello palacete de aire modernista, con un patio aledaño en el que crece una palmera. Al inmueble le llaman 'la casa del millonario'. A su promotor, el industrial chocolatero Ángel Oliván, le tocó la lotería nacional en 1932. Ganó tres millones de pesetas. Decidió entonces darse un capricho y encargó la construcción de un casoplón a uno de los arquitectos riojanos más importantes del momento, Agapito del Valle. Todavía son muy visibles los detalles originales del palacio: el venerable ascensor de madera, las vidrieras, las elegantes puertas... La 'casa del millonario' alberga hoy una nutrida colección de piezas celtíberas y romanas que han ido apareciendo por toda La Rioja: hay muchas de Calagurris, pero también de Libia (Herramélluri), Tritium (Tricio), Contrebia Leucade (Aguilar del Río Alhama)...
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El Museo de la Romanización se divide en cinco salas pintadas de colores distintos: la cultura celtibérica; la conquista y el comienzo de la romanización; la casa romana; las actividades económicas; y el 'otium' (la religión, el culto, el juego). La obra más popular, que se ha convertido en emblema de toda la ciudad, es la 'Dama calagurritana', una pequeña y delicada efigie que, pese a su popular apodo, seguramente representaba al dios Apolo o a un efebo.
Sin embargo, al cronista, que ha seguido con atención las explicaciones de la directora del Museo, Rosa Aurora Luezas, le han llamado más la atención otras dos piezas. La primera yace sobre el suelo de la sala segunda. Son varias bolas de piedra que sirvieron como proyectiles de catapulta en las guerras sertorianas. Calahorra –y también Contrebia– cobraron un papel protagonista durante la guerra civil que, hacia el año 75 antes de Cristo, enfrentó al general rebelde Quinto Sertorio con los ejércitos imperiales. La ciudad resistió dos feroces asedios hasta rendirse a las tropas enviadas desde Roma, comandadas por Cneo Pompeyo. Según una leyenda popularizada por Salustio, el hambre fue tanta que los habitantes llegaron a recurrir al canibalismo. Quedó así establecida la expresión latina 'fames calagurritana' como ejemplo de un hambre atroz. El Diccionario de la Real Academia Española todavía recoge su versión castellana («hambre calagurritana»).
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La otra pieza, más amable, es un vaso cerámico con escenas de carreras de cuádrigas. Refleja una competición en el circo de Calahorra. «Probablemente, los espectadores que llegaban de otros lugares los compraban de recuerdo», apunta Luezas. El cronista piensa que la vida no ha cambiado tanto. O quizá es que todos tenemos aún algo de romanos.
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