Borrar

Cuatro historias de bajas

Cuatro trabajadoras cuentan sus experiencias tras largas temporadas sin acudir a sus puestos de trabajo

Susana Zamora

Lunes, 11 de noviembre 2019, 13:53

Comenta
  1. Alicia Moncuerde, funcionaria: «De estar en una empresa privada, me habrían echado»

    Su dolencia no se ve, se sufre. Es invisible, pero hay que convivir con ella, y no siempre es fácil. Ni la sociedad ni el entorno laboral están a menudo preparados para relacionarse con estos pacientes, que tienen que lidiar con su dolor físico y, todavía peor, con juicios populares casi siempre desacertados. A Alicia Moncuerde (Villanueva de la Vera, 1965) le diagnosticaron fibromialgia hace dos décadas. Siete años antes había aprobado unas oposiciones y trabajaba en la Universidad de Málaga. Hoy, cuando ve cerca una incapacidad permanente, recuerda el largo tiempo sin levantar cabeza, acumulando una baja tras otra. «Me incorporo, pero a los dos días estoy igual. Voy tirando con los días de asuntos propios, festivos... Incluso he pedido permisos sin sueldo para recuperarme», relata. Siempre había padecido fuertes dolores de espalda, pero tiraba «como podía» para no faltar y llevar una vida «lo más normal posible». Pero el diagnóstico la hundió y la sumió en una depresión, que le mantuvo tres meses fuera de juego. Fue su primera baja de larga duración. Tras reincorporarse, las cosas no mejoraron demasiado. Se seguía sintiendo mal. «Lo peor era por las mañanas; porque no descansas bien y te levantas rígida..., tardas en recomponerte. Casi siempre llegaba tarde y eso empujó a mi jefe a pedir que me cambiaran por alguien más productivo. Lo hizo a mis espaldas y aquello me dolió. Por supuesto, no lo consentí. Esperé a que saliese un concurso para irme como yo realmente quería», recalca. En su nuevo puesto, encontró a compañeros que conocía y eso la animó. Le llevó a pensar que encontraría el apoyo que necesitaba. No fue exactamente así. «Casi nunca llegaba a mi hora y, además, no rendía como debía. Eso me hacía sentir muy mal, impotente y con un gran sentimiento de culpa, porque sabía que el trabajo que yo dejaba pendiente suponía una sobrecarga para mis compañeros». No todos estuvieron a la altura, y de algunos tuvo que aguantar comentarios hirientes, del tipo: «Qué rollo le habrá dicho al médico para que le haya dado otra vez la baja...». Ella se declara consciente de esta «endiablada situación». Sabe que tiene que volver a trabajar aunque no sea productiva y los colegas estén deseando que sus bajas sean prolongadas para que puedan sustituirla. «Pero obtener una incapacidad permanente no es tan fácil. A una semana de cumplir el año de baja, me llamó la Inspección y me dieron el alta. De haber sobrepasado los 365 días que marca la ley, me habría llamado la Seguridad Social y quizá me hubiera derivado a un tribunal médico para que estudiara una posible incapacidad permanente», confiesa. Pero no fue así, y ahora sigue tirando con bajas. «No puedes cogerte una por la misma dolencia hasta transcurridos seis meses, como si la fibromialgia se curase», se duele. Moncuerde solo piensa en lo «terrorífica» que hubiera sido su vida de no haber sido funcionaria. «Una empresa privada no lo aguantaría; si yo he sentido miedo a que me muevan del puesto de trabajo, ¿qué no sentirán aquellos que pueden quedarse en calle? Es muy injusto», recalca.

  1. Maite Miravete, en paro: «Sospechaba que tantas bajas acabarían en despido»

    Su primer revés laboral le llegó a los 20 años cuando, tras mes y medio de baja, le asignaron otro puesto de trabajo muy distinto al que desempeñaba. Maite Miravete (Barcelona, 1969) era recepcionista en una gran empresa de supermercados. Al reincorporarse, acabó «trabajando sola contando congelados». Le habían hecho un contrato de seis meses y todo iba bien hasta que la endometriosis que sufría (enfermedad producida cuando el tejido que recubre el útero crece fuera del mismo) la condujo al quirófano. Aquella baja no gustó a sus jefes y, tras moverla por distintos departamentos, decidieron no renovarle más. «Era el día de Reyes. Me acordaré siempre», apostilla. Esta experiencia fue solo el principio de una larga peregrinación por distintas empresas, en donde intentaba cumplir pese a los fuertes dolores que padecía en el vientre y las hemorragias que le producía el trastorno. «De niña siempre me dolía la barriga, pero mis padres pensaban que fingía. Ningún médico dio realmente con lo que tenía hasta que, a los 20 años, un especialista dio con el diagnóstico. Me operaron, pero también me sentenciaron para siempre: no podría ser madre». Miravete decidió ir de frente en su siguiente oportunidad laboral. «Quería que fuesen conscientes de mi realidad, de que algún día al mes tendría que faltar porque las reglas se alargaban mucho, eran dolorosas y los sangrados, abundantes», detalla. Empezó a trabajar en una escuela de música para atender la recepción, y allí permaneció durante ocho años. Hace cinco, la despidieron. «Al principio todo era perfecto. Estaba cómoda y mi relación con la empresa y los padres de los alumnos era muy buena. Tanto es así que, a los tres años, me hicieron fija», rememora. Los problemas llegaron cuando, en la etapa final de su afección, las operaciones de endometrio se sucedían más a menudo. «Fueron seis intervenciones en cinco años y cada baja era de, al menos, tres meses». Entre tanto, tuvo tres accidentes de moto, «que también me mantuvieron 'aparcada' laboralmente». Al volver de su penúltima baja, encontró que su puesto estaba ocupado por otra persona. Las cosas habían cambiado: «Me trataban con una condescendencia insoportable. Estaba destrozada emocionalmente, pero aguanté porque era fija». Maite Miravete sabía que aquel calvario tenía los días contados. Era cuestión de tiempo y, estando de baja por su último percance de tráfico, le comunicaron que tenían que hacer «reajustes» en la empresa. Despedida. Le «dolió», pero entendió la decisión. «Cuando mis jefes repararon en que mis bajas eran reiteradas, vieron que no era rentable –admite–. Las empresas quieren personas sanas, que rindan y produzcan, pero también los enfermos debemos estar cuidados. Todos nuestros derechos se han ido al garete y no hay un buen sistema que nos atienda ni nos proteja». A los quince días de la rescisión del contrato, le diagnosticaron fibromialgia. Y, recientemente, fatiga crónica. Pese a todo, hace alarde de fuerza y no se resigna a quedarse en casa. «Espero volver a trabajar algún día», dice.

  1. Antonia López, panadera: «Me presionaron para que pidiera el alta voluntaria»

    Atravesó un «calvario» laboral, pero ahora encara el futuro con «optimismo». Antonia López (Gerona, 1972) abrió hace un año, junto a su cuñada, su propio negocio. Empieza a levantar cabeza después de la experiencia que vivió en la última empresa para la que trabajó; una importante cadena de panaderías, con trece tiendas repartidas por toda Gerona. Llegó a ella en plena crisis, en 2010, cuando los recortes pasaron factura en el centro médico en el que estaba empleada como administrativa y la despidieron. Fue su primer tropezón. En la panadería donde fue contratada después pudo refugiarse de la tormenta económica que asolaba España en aquellos momentos. Ocho años levantándose cada día a las cinco de la mañana para cumplir con una jornada de siete horas. Nunca faltó, ni siquiera cuando la empresa dejó de pagarle la nómina. Así los tres últimos años, antes de entrar en concurso de acreedores y liquidar la sociedad. Había deudas y los trabajadores «pagamos los platos rotos», dice. «Cuando preguntábamos qué ocurría, nos daban siempre largas. Primero, nos quitaron las pagas extras. Luego, nos recortaron los sueldos. Unos meses nos ingresaban 300 euros; otros, 200; a veces 500... Lo que querían y cuando querían. Era imposible vivir así. Aquello no daba para pagar la hipoteca y las facturas del mes, pero tenía miedo a que me despidiesen e irme sin nada después de lo que llevaba aguantando», relata. Se fue mermando la confianza y el ánimo de todos los empleados, que no encontraban motivación para acudir al trabajo. «Todo fue a peor cuando la empresa entró en concurso de acreedores. Nos hacían responsables de lo que estaba ocurriendo, el maltrato psicológico era continuo. La encargada que nos pusieron durante ese proceso nos decía que, cuando la empresa cerrase, no íbamos a encontrar ocupación en ningún sitio. Aquel ambiente era insoportable», confiesa. Antonia recuerda que el miedo a coger una baja se adueñó de la plantilla. Si alguno se veía especialmente forzado a tomarla, «volvía precipitadamente». Ella tuvo que ser intervenida de urgencia y se ausentó tres semanas. Lo justo para recuperarse. «Cuando lo comuniqué a la empresa, pusieron el grito en el cielo. Me advirtieron que me tomara lo menos posible. Iba a la mutua cada semana, pero surgieron complicaciones y entré en quirófano de nuevo. A los pocos días, la jefa me pidió ir a trabajar estando aún de baja. Tuve que pedir el alta voluntaria. Era eso o la calle», admite. Aquella «pesadilla» acabó en manos de un abogado y con una «mísera» indemnización del Fondo de Garantía Salarial (Fogasa), que ya se ha agotado. «De los 17.000 euros que me correspondían, solo recibí 5.000», se lamenta. Antonia López decidió reemprender la senda laboral por su cuenta y riesgo. Ha montado una panadería. «En aquellos momentos tan duros, no encontré amparo en la ley. El abogado nos recomendó que aguantásemos, pero ¿quién soporta tres años sin apenas cobrar? Estamos en manos de los empresarios; no tenemos derecho ni a enfermar», resume.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

larioja Cuatro historias de bajas