Tribuna

Bienaventurados

Porque no estamos hechos para la tragedia y la desdicha, es por lo que necesitamos volver a escuchar nuestro corazón para oír los más puros anhelos que nos dicta

Vicente Robredo García

Vicario General de la Diócesis de Calahorra y La Calzada-Logroño

Domingo, 30 de noviembre 2025

Triste pero cierto. No hay más que escuchar o leer las noticias, hora a hora, para darnos cuenta de que no está la humanidad como ... para hablar de bienaventuranza. Más bien son la insatisfacción, la violencia, la injusticia, la pobreza, la guerra y la desolación los vientos que golpean nuestras frentes y nos traspasan el alma. Y, sin embargo, a pesar de ello o precisamente por ello, y porque no estamos hechos para la tragedia y la desdicha, es por lo que necesitamos volver a escuchar nuestro corazón para oír los más puros anhelos que nos dicta. No nos costará mucho descubrir esa aspiración acuciante, perenne y perteneciente a todos, como es la de alcanzar la dicha, la bienaventuranza.

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La historia de la humanidad es pródiga en testimonios de esta ansia de plenitud. A ella (eudaimonía la denominaban), dedicaron los pensadores griegos (Platón, Aristóteles, estoicos...) alguna de sus más bellas y hondas reflexiones. Obrar conforme a la razón, al conocimiento, la justicia, la virtud (en su amplitud de significados), la paz, la naturaleza, el bien común... era la variedad de caminos señalados por la sabiduría helena para encontrar la dicha.

El poeta latino Horacio en su Beatus ille, la entendía como comunión pacífica con la naturaleza, frente al ajetreo ansioso de poder o de medro político y urbano. Así, escribía, en traducción actual de Antonio Abellán: «Dichoso aquel que, ajeno a los negocios, como los primitivos, labra tierra paterna con sus bueyes libre de toda usura; [...] Grato es yacer bajo una vieja encina o sobre espeso prado, mientras, fluye el arroyo por su cauce, trina el ave en el bosque y hay un rumor de fuentes manantiales que invita a sueños leves...».

Actitud semejante, teñida de misticismo, mostraba Fray Luis de León, en su añoranza de una vida tranquila, lejos de las intrigas y ambiciones que le rodeaban en su actividad pública: «Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido [...] A la sombra tendido, de hiedra y lauro eterno coronado, puesto el atento oído al son dulce, acordado del plectro sabiamente meneado». Senda y sabiduría que no eran otras que las que conducen, lejos de las lisonjas y conflictos mundanos, a descansar, al amor de la naturaleza, en el encuentro con el creador supremo, cuya armonía afina el universo.

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Al mismo creador apelaba el salmista, que inicia el salterio indicando el sendero de la dicha que no conoce ocaso: «Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los malvados, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta a la mesa con los cínicos, sino que goza con la palabra del Señor y medita su ley día y noche. Será como un árbol plantado al borde de la acequia, da fruto en su sazón, no se marchitan sus hojas y cuanto emprende tiene buen fin».

En 1979, María Zambrano publicaba 'Los Bienaventurados', donde abogaba por la contemplación, la aceptación de uno mismo, la poesía como camino a lo sagrado, vías que la sociedad actual está olvidando. Zygmunt Bauman (1925-2017) afirmaba que uno de los errores de esta sociedad líquida en la que vivimos es identificar la dicha con el éxito económico y el consumo: «Todas las ideas de felicidad acaban en una tienda». No sería justo, sin embargo, olvidar la realidad de tantas personas que, en su ámbito familiar, laboral, cotidiano viven dándose a los demás y esforzándose por hacer de esta tierra un mundo más fraterno, haciendo real lo que el poeta Florencio Luque, (Marchena, 1955), dice en uno de sus aforismos: «Todo acto de amor restaura el mundo».

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Así lo proclama en Las Bienaventuranzas (Mt.5,3-11) Jesús de Nazaret, cuyo amor nos asegura que hay quien llora contigo cuando lloras y, al hacerlo, va secando tus lágrimas; que hay quien sufre contigo cuando sufres y, al hacerlo, tu dolor atenúa; que hay quien mira en tus ojos cuando miras con un corazón puro y, al hacerlo, transparenta la gracia; que hay quien trabaja contigo cuando trabajas por la paz y la justicia y, al hacerlo, el mundo se va haciendo más hermano; y que el destino último de todo será el triunfo feliz de la esperanza: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos».

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