El día de San Isidro siempre me recuerda a mi abuelo porque con esas manos grandes y ásperas con las que plantaba puerros y podaba ... cepas también cogía delicadamente el paso del santo y lo llevaba en procesión por las calles de Briones junto a otros labradores como él. Le resultaba simpática la leyenda de los bueyes, y recuerdo escucharle contarla mientras partía nueces y avellanas en la cocina. «Dicen que le hacían ellos solos la labor». Luego se callaba, comía una avellana y seguía partiéndolas sobre el hule de aquella mesa redonda. Mi abuelo, que se dejó la vida en los surcos de las huertas y las viñas arando y regando y podando y abonando y obrando el prodigio de que la tierra diera fruto con su sudor, tenía ciertas dudas sobre el milagro de su patrono.
En este mayo de pelusas y elecciones ha pasado el día de San Isidro sin el bochorno de ver a los políticos subidos a un tractor. Supongo que alguien les habrá avisado, pero es de agradecer que al menos por esta vez hayan dejado de hacer el ridículo en el mundo rural, a donde van cada cuatro años a acariciar un ternero y a poner los brazos en jarras mientras miran a los campos sin entender nada. Como los campos no les aplauden, enseguida se limpian los zapatos y se suben al coche oficial. Para evitarles fatigas a veces les llevan el campo hasta ellos, como en aquella feria agrícola de París en la que había establos, animales y toda clase de cosas rurales. Hasta allí fue François Hollande a sonreír y hacerse fotos disparatadas con vacas; la peor es en la que aparece frotándole el lomo a una con un cepillo.
El mundo rural del que todos provenimos vive dos tragedias: la idealización o el olvido. Nuestros pueblos se vacían y la actividad agrícola y ganadera sobrevive a duras penas en el mercado global. Pasarán otros 365 días, los labradores sacarán a San Isidro y yo volveré a pensar en lo que habría pasado si algún político encorbatado se hubiera acercado a la huerta a hacerse fotos junto al carro, el perro y la mula de mi abuelo. Sé lo que le habría dicho, y también sé que, al rato, compartiría con él un trago de la bota de vino que guardaba siempre al fresco, en la sombra del avellano.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión