Logroño, qué sencillo eres, qué campechano, qué poco ahogas, qué poca prisa nos metes. Sin laberintos, ni sombríos atajos, ni madriguera de salteadores, vives y ... dejas vivir.
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Logroño no te asedia en el trabajo. Invisible holgazán mientras espera a que suene la sirena del mediodía, para mirar cómo empieza tu gozo dudando entre esa miríada de bares que jalonan las calles, porque cada uno despacha una joya culinaria distinta, que te persigue hasta cuando simplemente pasas por debajo del imán de su molinete en el tragaluz de la puerta.
Y qué sería de Logroño sin esa reina calle del Laurel, la que interrumpe la tristeza. Senda de los elefantes la mal llaman, creyendo que todos vamos a salir con una trompa y a cuatro patas, cuando hoy es un exquisito rosario de tabernas con su guirigay de voces, sus tintineos de copas, con la música coral de los ¡mmm, y qué rico! a cada tentempié herido. Y qué de amores nacen en esta estrecha y rebosante calle, al estar acorralados por un amotinado cortejo de miradas.
Pero eso sería poco, si no fuera un andén del viejo camino de Santiago hacia uno mismo. Una fuente para aliviar los magullados pies de toda esa multicolor romería de peregrinos que cada día atraviesan la ciudad, sellándola luego en la credencial de su memoria. Y qué menos que cruzar con ellos una sonrisa. Qué menos que decirles al pasar, y bien alto: ¡Buen camino!
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Y bien poco, sin ese brazo del Ebro que ya nos toma de la cintura, cuando hasta ayer tan sólo era el espejo del monótono pasar de las nubes. El domingo vi a una pareja asomada al puente de hierro arrojando unas llaves al río, habían prendido antes a un barrote un candado con sus nombres dentro de un corazón. Quizá no saben que el frío edil de turno, cizalla en mano, cómo los cientos anteriores, lo serrará mañana. Pero aun así vendrán siempre buscando en las aguas del río, en el destello de unas llaves, su fidelidad.
Y yo no sé qué olvidamos o buscamos en el Casco Antiguo que volvemos y volvemos siempre. Yo paseo por Portales, y me viene sin querer a la cabeza alguien, y mágicamente se me aparece. Pero, bien poco, sin ese enjambre de mercaderes, sin ese glamour luciendo en las mil y una lunas de los escaparates, que te obliga, para verlo todo, a pasear por las calles, de perfil, como ese egipcio bailando en un friso de la antigua Tebas.
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Y para verlo tendido, subo al monte Cantabria. Desde ahí, Logroño tiene melena rizada de río: la tilde de la eñe es un meandro del Ebro con caladero de peces para el orgullo de resistir cualquier nuevo largo asedio gabacho. Desde aquí, las dos espigadas torres de La Redonda, como dos enredaderas de piedra, aunque algo encogidas por el progreso, aún pugnan de puntillas por tocar el manto de Jesús. Desde aquí, viendo los cipreses, fosforecen los huesos amados, sube el vaho del amor y del dolor, del recuerdo siempre.
Desde aquí, sabes que hay un misterio que te empuja a seguir. Desde aquí comprendes que la vida, por encima de cualquier cosa, es ver crecer lo que amas.
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